Rocío encargó un retrato de su santo de cabecera. “Por favor, con una sonrisa de oreja a oreja”, le solicitó a a la ilustradora. Hasta el momento, solo se conservaba de él una vieja imagen en blanco y negro. Quizá el día de aquella sesión fotográfica, habría recibido algún varapalo. O simplemente, alguien le sugirió que un rostro serio contribuye a transmitir cierta seguridad y credibilidad. Solemnidad, sin duda. Pero distancia, también. Porque todos cuentan que aquel buen hombre que hoy está en los altares contaba con una fina ironía, bromeaba a pesar de los pesares y contagiaba alegría aun cuando creer en los demás y hacer visible a Dios en esta tierra se ponía cuesta arriba. No es un triste santo, pero su estampita era la de un santo triste. Pero Rocío le hizo recuperar la sonrisa que estaba fuera del plano que captaba el objetivo de la cámara. Ese gesto de cercanía que contagiaba en el día a día a los niños y jóvenes con los que se desgastaba en la puerta de al lado, donde no entró el fotógrafo.
En esa misma habitación de la rutina, es donde se cuela ‘Gaudete et exsultate’. Para descubrir a la mujer que entra por la puerta del supermercado de al lado para cumplir con la voluntad de Dios poniéndose al servicio de su familia, evitando caer en el cotilleo gratuito. Para poner en valor a quienes no pasan de largo para descubrir que la riqueza de Dios se revela el vagabundo que duerme tras la puerta de la oficina bancaria del portal de al lado. Para reconocer el camino hacia el cielo de los que rescatan a los migrantes que cruzan la puerta del infierno de la guerra en la patera de al lado. Santos de andar por casa. Que firman su propio decreto de virtudes heroicas cuando logran llegar a fin de mes con una pensión ínfima que cubre a toda la familia o en el momento en el que abrazan la miseria del apaleado por la sociedad que tienen en frente, compartiendo su dolor y restaurando su dignidad.
Y lo hacen, con misericordia, mansedumbre, humildad, audacia, pobreza de corazón. Y una fe inquebrantable en Dios, signo de la alegría del Evangelio. “Nos hace falta un espíritu de santidad que impregne tanto la soledad como el servicio, tanto la intimidad como la tarea evangelizadora, de manera que cada instante sea expresión de amor entregado bajo la mirada del Señor. De este modo, todos los momentos serán escalones en nuestro camino de santificación”.
Los santos de clase media
Así se configura esa “clase media” de la santidad “instaurada” por el papa Francisco. El pueblo de Dios. Son mis vecinos. Es mi familia. En los que veo el rostro del Jesús Resucitado, aún cuando el entorno les aboque a vivir en un adviento sin rumbo aparente o en una cuaresma desértica de esperanza. Los bienaventurados de corazón limpio.
Con ellos, a la santidad no le hace falta ni peana ni hornacina. Se hace accesible. Y eso no significa que lleguen las rebajas a la Congregación para las Causas de los Santos ni el cardenal Amato ha colgado un cartel de ofertas de última hora para multiplicar las beatificaciones. La santidad en ‘Gaudete et exsultate’ no se rebaja, se abaja. Como la pastoral familiar de máximos no se abarató con ‘Amoris laetitia’, sino que se personalizó. Y es que el proyecto vital cristiano no se presenta como algo limitante, que restringe las posibilidades de la felicidad, siendo tan inaccesible como poco atrayente. Se ofrece como una onda expansiva que contagia, que seduce, que provoca. Una provocación de Francisco. Otra más. Con una santa sonrisa. Con buen humor.