No he tenido la suerte de ser alumno de Teología del cardenal Ricardo Blázquez en su etapa de profesor en la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia de Salamanca. Ya lo siento. Me hubiera gustado. Pero sí doy gracias a Dios por haber podido trabajar con él de una manera cercana durante casi cinco años, como secretario general de la Conferencia Episcopal Española. Su gran saber teológico lo he visto encarnado en sus consejos, guía y decisiones al frente de nuestros obispos.
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Este tiempo fue para mí, sobre todo, un verdadero aprendizaje de un hombre de Dios, profundamente eclesial: de un creyente recio y, a la vez, extremadamente respetuoso y exquisito, con la disculpa para todos y con una extraordinaria fe en la Iglesia, sabedor de que la guía el Espíritu Santo.
Precisamente por esto, su forma de presidir la Conferencia Episcopal, servicio que ahora termina, ha sido de afecto colegial ejercido con la sencillez de quien ha de realizar este encargo recibido contando con los demás obispos, sus iguales, con el “nosotros” como bandera hasta casi confundirse en lo colegial lo personal, sin por ello renunciar a la propia responsabilidad.
Pienso que, en esto, más allá de “estrategias” de política eclesiástica a las que siempre le he visto ajeno, está la razón de haber sido elegido presidente y vicepresidente en varias ocasiones. Un estilo cercano que ahora se podría llamar de “sinodalidad” y que tan acertada e insistentemente el papa Francisco nos pide a todos los niveles en la Iglesia y que ha de ser tan propio, especialmente del Episcopado.
Su sentido de solicitud eclesial se ha manifestado estos años, además de en su diligente servicio en los encargos recibidos de la Santa Sede, en su empeño en colaborar con la Iglesia en América Latina, donde es especialmente apreciado por sus obispos.