FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR | Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto
“La puerta oscura del tiempo, del futuro –escribe Benedicto XVI–, ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza, vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva….”.
“Hay que imaginarse a Sísifo dichoso”. La frase con la que concluyó el primero de sus ensayos de largo aliento ha quedado casi oculta en la celebración del centenario del nacimiento de Albert Camus.
Quizás el temor a plasmar una sombra de desconfianza en el destino del hombre haya sido la causa de que el primer Camus haya perdido vigor y popularidad frente al brillante defensor de la libertad del individuo que se afirma en un acto de rebelión permanente. Desde luego, el atractivo de una actitud opuesta al estiaje moral de la posguerra y la seducción de una honestidad intransigente frente a la obscena blandura del oportunismo intelectual o la sucia negociación de los puntos de vista, explican la fascinación que aún nos conmueve en la lectura de El hombre rebelde.
En este se encuentra, además, la madurez de un escritor cuya rectitud no le permitía distinguir entre las palabras y los actos y, por tanto, tampoco le dejaba tolerar que otros lo hicieran.
El que ha pasado por ser su gran adversario, Sartre, señaló, al recibir la noticia de su muerte, que Camus representaba la defensa del hecho moral en el siglo XX. Tras los debates con la redacción de Les Temps Modernes y el exilio intelectual sufrido a partir de ellos, esta apreciación penetraba hondamente en el sentido de la obra de Camus: el firme rechazo a subordinar los juicios morales a las componendas de las estrategias políticas. En su aspecto más vivo, en su más permanente actualidad, eso significó no entregar nunca la dignidad única de cada ser humano a las razones abstractas de la historia.
Pero no podemos traicionar ni empobrecer una trayectoria compleja, en la que debemos insertar al Camus que hace del absurdo una razón para vivir. Los cristianos no podemos imaginar a Sísifo dichoso, contento por haber comprendido el sinsentido de su existencia y ser propietario de esa verdad dolorosa. No es cierto que el corazón del hombre pueda ser colmado con la convicción de su propia falta de significado, por esa lúcida resignación que confunde nuestra contingencia con la falta de un proyecto esencial en cada uno de nosotros.
En una ocasión, Camus se dirigió a una asamblea de cristianos afirmando que podía compartir su dolor ante la injusticia, pero que no era capaz de tener su esperanza. He aquí el punto que nos separa. La fe nos proporciona la esperanza y la esperanza nos proporciona la fe.
En su Carta a los Romanos, san Pablo nos requiere para que levantemos la rebeldía de Cristo frente a quienes desean debilitar nuestra fe y reducir nuestra vida a un puro acto de resignación. Nos incita a hacer del cristianismo un desafío a la peor contaminación que nos amenaza: la de pensar que somos seres absurdos, orgullosos islotes indiferentes, enloquecidos fragmentos de una razón sin esperanza.
“La noche ha pasado y llega el día. Desechemos, pues, las obras de las tinieblas y vistámonos las armas de la luz”. La permanencia del mensaje de Cristo es la constancia infatigable de la luminosa contemplación de una vida cuya plenitud no puede residir en su carencia de significado, sino en el cumplimiento de una promesa de redención.
“La puerta oscura del tiempo, del futuro –escribe Benedicto XVI–, ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza, vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva”.
Quizás, si mayor hubiera sido el tiempo concedido para su vida, Camus habría llegado a considerar ese profundo reto lanzado hace dos mil años, vigente aún, actual en la profunda desesperación de quienes sufren. Quizás, cuando las ideologías totalitarias contra las que luchó ya se han desangrado y el alma corre el riesgo de perecer en la vacía expiación de una crisis espiritual sin alternativas, Camus habría apreciado mejor nuestra actitud, nuestro compromiso y la carga de futuro que contiene el Evangelio.
Nos habría visto seguros en la fe, “gozosos en la esperanza”, con las puertas abiertas de par en par y el corazón colmado por el profundo sentido de la vida del hombre en esta tierra.
En el nº 2.874 de Vida Nueva.