Le concedieron el título de Monseñor, pero usted siguió siendo padre…
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Las crónicas de AICA dirán con justicia que ocupó importantes puestos en la Iglesia en la Argentina, tanto en el Tribunal Eclesiástico y en la Facultad de Derecho Canónico. Pero, para mí, será siempre el Padre Pepe que supo ser parte de esa familia grande que congregara el siervo de Dios Luis María Etcheverry Boneo, donde tantos descubrimos el llamado a la santidad en nuestra propias vocaciones con un sello especial que el paso del tiempo, lejos de minimizarlo, le da toda su riqueza y providencialidad.
Los diarios comentarán que supo donar sangre al actual Papa Francisco, con ocasión de una operación en el Hospital Sirio Libanés de la Avenida Mosconi, pero muchos hemos sido testigos de las largas horas en su pequeño y sencillo despacho realizando su “oficio de amor”, ya sea administrando el sacramento de la Reconciliación o en el asesoramiento espiritual.
Dotado de una cultura fuera de serie, supo convivir su alma quijosteca de sus raíces españolas, como también la humildad probada por más de una situación injustas y dolorosas que le tocó vivir.
Competían en usted, la agudeza del juicio como la ingenuidad de aquel que no ha perdido el corazón de niño.
En su venida temporal desde Valencia a la Argentina se encontró con el Padre Luis María. Y allí, Dios se sirvió de este santo sacerdote para que dejara patria y proyectos, y se transformara en compañero de camino del Padre Armelín, en esta tarea desafiante de acompañar y trasmitir la originalidad del modo de concebir el mundo, la Iglesia y el sacerdocio de aquel que fue su maestro y guía.
Jesús, María y la Iglesia
Pero todo esto, siempre teniendo como centro a Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, bajo el amparo de la Virgen María y en una Iglesia que amó y sirvió incondicionalmente.
Y las podas pascuales, ante la prematura partida primero del Padre Luis María, y después del inseparable Lito, no menguaron su entusiasmo y capacidad de contagiar sueños grandes para “instaurar todo en Cristo”. Las heridas del camino, no le hicieron perder su frescura de padre y consejero, de hombre bondadoso gustoso de tender puentes de comunión, de reconciliación y de perdón.
Soy conciente que hay muchos otros que tienen mucha más autoridad para hablar de usted, Padre Bonet… Y espero que, terminada la pandemia, un día se le pueda hacer un merecido homenaje por personas con más autoridad.
Pero, sencillamente quisiera, como miembro de una misma familia espiritual que Dios nos ha dado la gracia de pertenecer, agradecerle de corazón tres cosas:
- Su fidelidad al “primer amor” (Apoc 2,4) que se hizo evidente hasta la hora de su muerte. ¡Dios me conceda la gracia de morir invocando el nombre de Jesús como lo hizo usted!
- Que amara como amó usted a la Eucaristía y a la Virgen María, algo tan propio de nuestro ADN fundacional.
- Su capacidad de hacer mucho bien, de servir mucho a la Iglesia y de soñar en grande para la Gloria de Dios, pero desde esa humildad y esa bondad que lo caracterizó. Fue un auténtico Bernabé de estos tiempos…. Y por eso, perfectamente se le puede atribuir aquello tan hermoso que dice la Sagrada Escritura del apóstol: “Era un hombre bondadoso, lleno del Espíritu Santo y de mucha fe” (Hch 21,24)
Y si no lo toma a mal, me animo a pedirle otro favor:
Que desde el cielo, en ese reencuentro festivo con los queridos padres Etcheverry y Armelín, con Lila y con tantas personas con quienes supimos compartir -en la Armonía- sueños de sacramentalidad de lo social, nos ayuden a hacerlo realidad aquí en la tierra, ya que ustedes nos lo mostraron y nos enseñaron a confiar y creer en la comunión de los santos.