Tribuna

Habla, Señor, que tu siervo escucha

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A María Fernanda Fernández

En el primer libro de Samuel, exactamente en el capítulo 3 versículo 10, está presente una de las frases más contundentes de las Escrituras y en cuya interioridad notamos claramente cómo Dios sigue hablando fuerte al hombre: “Habla, Señor, que tu siervo escucha” (1 Sam 3, 3b-10). Capítulo que describe la vocación del joven Samuel que comenzaba a manifestar elementos profundamente espirituales, pues empieza a percibir la voluntad de Dios estando bien despierto.



No ocurre estando dormido, en medio de un sueño o aletargado en la realidad. Todo lo contrario, Samuel está bien despierto, y esta experiencia no le acontece por medio de alguna visión física, más complejo todavía, lo hace por medio de la escucha de la Palabra.

Nace en el joven una vocación para saber interpretar según Dios los sucesos que le tocará vivir, referentes a la casa de Elí. Esa elección de privilegio no le ensoberbece, sino que la contrasta pasándola por el filtro de una humilde y sencilla obediencia. Dios responde no a sus palabras, que pueden ser vacías, palabras que se dicen por cumplir, para quedar bien, para que la gente diga esto o aquello. No, Dios responde porque las palabras de Samuel brotan espontáneas de una, como apuntamos, humilde y sencilla obediencia. A esa actitud de entrega, Dios responde protegiéndole mientras él va creciendo. Esta actitud de Samuel devela que en el hombre debe existir disponibilidad inspirada en fe profunda en Dios que le habla y le llama para cumplir una misión.

Dios se hace presente

En tal sentido, tenemos en Samuel un claro ejemplo de humildad, obediencia, disponibilidad y atención a la Palabra de Dios, a su llamado. Desde el principio de todos los tiempos, Dios se hace presente, siempre se ha hecho presente en nuestra vida. Su deseo de comunicarse al hombre no tiene límites, es tanto su amor hacia su creatura que, de manera contundente, dulce, expansiva, le dice que no tema pues Él siempre está presente. Y el ser humano es una fuente inagotable de comunicación. Su movimiento, su expresión, su mirada, sus gestos, su propio camino.

Estamos hechos a imagen y semejanza de un ser que es comunicación permanente y amorosa. A ello respondemos, ya que llevamos dentro ese signo, esa señal, somos vasos comunicantes del deseo de Dios. El hombre no es solamente semejanza de Dios; es también imagen de la Realidad, un microcosmos, como decían los antiguos (hasta Paracelso y los partidarios de la philosophia adepta), que refleja el conjunto del macrocosmos. La distinción entre imagen y semejanza es más teológica que léxica.
La escucha

La escucha es, en primer lugar, el instante más importante de la comunicación. La posibilidad de hacer silencio en nosotros para poder escuchar con claridad la voz de Dios. Como Samuel, debemos buscar estar en silencio, pues el silencio es, en cierta forma, el santuario del Señor (1 Sam 3,3). La lectura de Samuel nos ayuda a pensar en ese silencio de la noche cuando todo duerme, incluso, las voces del mundo expertas en confundir hasta el punto de hacernos creer que cualquier voz es la voz de Dios, incluso la de nuestro propio ego.

Por eso, Samuel no sólo apela al silencio, sino que se entrega con confianza a la humildad que abre las puertas al sonido aromático que se desprende de la Palabra. Naturalmente, la humildad de Samuel no es una pose, ni una improvisación. La humildad de Samuel era una característica muy suya, pero que, si no la tenemos, la podemos hallar con oración constante y fuerza de voluntad. Obedecer es saber escuchar y saber escuchar es hacerlo con humildad, y esa humildad nos abre camino hacia una nueva inocencia. La lectura de Samuel nos ubica frente a una humildad que busca brincar sobre el mundo para atrapar la dulzura de la voz de Dios que llama y que insiste en llamar.


Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor. Maracaibo – Venezuela