En estas líneas quiero compartir parte de mi corta historia como religioso mercedario. Mi intención es que las experiencias que narro se conviertan en una pequeña ventana para acercarnos con amor fraterno a las personas privadas de libertad, heridas al borde del camino. Juntos nos embarcaremos en el espíritu de una primitiva recomendación cristiana: “Acordaos de los presos, como si estuvierais presos con ellos” (Hb 13,3).
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Mi historia, como toda historia vocacional, comenzó en compañía de alguien que tenía mucho más camino recorrido. Una laica mercedaria llena de años y de entrega me invitó a cruzar con ella una de las fronteras existenciales más oscuras y tristes de mi país: la cárcel de la Victoria (República Dominicana).
Recuerdo que me llenaba un sentimiento de heroísmo ingenuo y prepotente: la sensación de superioridad moral que puede otorgar el voluntariado social, unida a unas ganas impacientes de cambiar todas las injusticias que veía. En esos primeros días, algún hermano encarcelado e iluminado me bajó del pedestal recordándome que bastaba con ser libre para convertirse en preso.
Las visitas semanales se encargaron de asentar mi temperamento y mi forma de asumir la misión. Eran viajes lentos y acompañaba también a hermanas de ritmo lento. No había épica en nuestros pasos. La estructura de la tarea era sencilla: llegábamos al pabellón, teníamos una sesión de evangelización y compartíamos un refrigerio y/o distribuíamos artículos de higiene.
Los desplazamientos de la puerta al pabellón eran procesiones de personas en busca de una pastilla de jabón. Escuchábamos cada viernes o sábado un coro de centenares de hombres que tras las rejas voceaban: “¡Mamá!”. Era imposible oírlos y no escuchar la mismísima voz del Hijo gritando: Abbá.
Reconozco que mis años en la cárcel modelaron mi forma de entender la fe pascual y su capacidad para dar vida en medio de la muerte. También se me antojaba sacrílego escuchar la palabra “libertad” y pensar en una abstracción antropológica propia de la filosofía o de la teología; o peor aún, venderles una sucedánea “libertad espiritual”.
El sufrimiento humano me era muy cercano, a veces demasiado. Lo que más me costó aprender fue la lección de la lentitud. Siempre caía en el pecado original del voluntario penitenciario: contagiarte de sus prisas, de sus urgencias, de sus ansias palpitantes por salir de la cárcel. Yo estaba complentamente convencido de que ser mercedario significaba hacer junto a ellos el proceso de la libertad, pero de la libertad sin apellidos.
La dignidad de las personas
Aquí, en España, he podido escuchar con tristeza los prejuicios y tópicos extendidos: “Es que tienen hasta gimnasio y piscina”, “que paguen lo que han hecho”. Las personas privadas de libertad no se prestan fácilmente a la compasión de la ciudadanía. En el fondo, el “buen ciudadano” no cuestiona las instalaciones penitenciarias o la brevedad de las penas, lo que realmente está poniendo en cuestión es la dignidad de las personas que han cometido un delito.
La persona que encabeza un telediario por causa de un asesinato ya no es un ser humano, es transformado en un monstruo que no merece absolutamente nada. ¿Podría la fe en Jesús ayudarnos a ver en la persona que ha cometido crímenes horribles a un hermano digno de nuestro amor? Si la redención de la humanidad no es para todos, entonces no es para nadie.