Tribuna

Henri de Lubac: de la sospecha a los altares

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La Conferencia Episcopal Francesa (CEF) acaba de abrir el proceso de beatificación del teólogo jesuita Henri de Lubac, una de las figuras clave del Concilio Vaticano II y de la renovación que vivió entonces aquella Iglesia anquilosada en sus estructuras y temerosa de la modernidad que había pastoreado Pío XII.



Los rancios pasillos y los viejos tapices polvorientos fueron sacudidos esos días por una brisa nueva, por el viento impetuoso del Espíritu como en una especie de Pentecostés del siglo XX. Henri de Lubac no solo fue testigo presencial de aquel viento profético, sino que fue herramienta dócil del Espíritu para alumbrar una nueva etapa en la Iglesia.

Lo habían enmarcado entonces en la corriente de la “Nueva Teología” y esa sola etiqueta bastaba ya para suscitar la desconfianza visceral de los tradicionalistas, pero también para espolear la curiosidad de muchos jóvenes sacerdotes, como por entonces eran Ratzinger, Wojtyla o el propio Bergoglio.

Henri De Lubac

Henri-Marie Joseph Sonier de Lubac había nacido en 1896 en Cambrai, a orillas del río Escalda, en la proximidad de la frontera franco-belga. Al igual que lo hicieran Teilhard de Chardin y Antoine de Saint-Exupéry, De Lubac estudió el bachillerato en el colegio de los jesuitas de Mongré, próximo a Lyon, ciudad en la que inició luego estudios de Derecho. Los interrumpió en 1913 para ingresar en el noviciado de los jesuitas con 17 años.

Se formó en Inglaterra, primero en la isla de Jersey y luego en Hastings, pues la Compañía de Jesús y otras órdenes religiosas habían sido expulsadas de Francia en 1901. En ese tiempo fue lector entusiasta de la obra de san Agustín y santo Tomás y llegó a nadar con estilo en el caldo espeso del neotomismo de la época. Al estallar la I Guerra Mundial, fue movilizado al frente de Verdún y allí una herida de combate en la cabeza le dejaría dolores neurálgicos por el resto de su vida.

Profesor en Lyon

Ya en 1926, los jesuitas pudieron regresar a Francia y De Lubac culmina sus estudios teológicos en Lyon, es ordenado sacerdote y comienza una brillante carrera académica como profesor de Teología Fundamental y de Historia de las Religiones en la Universidad Católica de Lyon.

La asignación de disciplinas tan extensas la vivió con el temor a dispersarse demasiado pero, por el contrario, entiendo que resultó providencial en su camino de reflexión teológica. Quiero decir que le obligaba a repensar los fundamentos del catolicismo, pero no desde el epicentro romano, sino desde la perspectiva más universal de la historia del fenómeno religioso en general, extendido en sus dimensiones geográficas y cronológicas.

Esto le permitió captar la unidad y diversidad del hecho religioso y entender mejor la originalidad del catolicismo como camino espiritual. Así pues, fueron sus obligaciones docentes las que le llevaron a estudiar en profundidad el budismo y la patrística cristiana, dos raíles que llevaron bien lejos su pensamiento teológico.

Obra fundamental

En 1938 ve la luz una de sus obras fundamentales: ‘Catholicisme: les aspects sociaux du dogme’. Plantea ya aquí un modo de análisis de la realidad de la Iglesia menos simplista que el tradicional, separando tres planos de estudio: el social, el histórico y el interior.

Aunque el título pueda resultar engañoso, no se trata de un análisis de los aspectos sociológicos de la religión católica, sino de sus implicaciones comunitarias, de su intención esencial de convertirse en “un Jesucristo expandido y comunicado a todos”, como Bossuet definía a la Iglesia, de su vocación “católica” ̶ en el más genuino sentido etimológico ̶ de llamada “universal” a toda la naturaleza humana.

Ratzinger, por entonces joven sacerdote, recuerda en sus memorias aquel libro como un deslumbramiento de entusiasmo: se estaban poniendo las bases de la nueva eclesiología, al tiempo que la apología combativa iba perdiendo terreno.

El problema de la gracia

Poco después, se publicó su obra ‘Surnaturel’, sobre el problema de la gracia, un tema que le inquietaba ya desde sus tiempos de teologado en Inglaterra. Había ido guardando numerosas notas en una carpeta, que fue creciendo y tomando forma y que incluía siempre en el escueto equipaje de sus exilios, sus desplazamientos y sus huidas durante la ocupación alemana.

Su firme actitud frente a los fascismos, a los que considera una forma abyecta de neopaganismo, le ocasionará la persecución de la Gestapo y la necesidad de no dejarse ver ni poner en peligro a otros, lo que le obligó a recluirse secretamente en el escolasticado jesuita de Vals, cerca de Puy, y ocupar el tiempo dando un impulso definitivo a esta obra.

Recibida inicialmente con interés, ‘Surnaturel’ despertó luego algunas suspicacias, especialmente cuando Pío XII, gran temeroso de la modernidad, se refirió en 1946 a los peligros de la “Nouvelle Théologie” durante su alocución a los jesuitas reunidos en Roma para la elección de su nuevo prepósito general.

Defensa de Teilhard de Chardin

Hubo un sutil cruce de miradas con De Lubac, que se encontraba presente en la sala y ya nadie tuvo dudas de que la alusión del pontífice tenía un claro destinatario. Por otra parte, a nadie le extrañó, conociendo la defensa abierta que hizo siempre de otro teólogo proscrito: Teilhard de Chardin.

La insinuación papal volvió a repetirse en la encíclica ‘Humani generis’ de 1950. En la curia generalicia tomaron buena nota y el profesor De Lubac fue apartado de sus funciones docentes y sometido a una estricta censura académica.

El ilustre teólogo no solo aceptó con deportividad ejemplar este silenciamiento docente, que jamás le fue aclarado y que duró casi una década, sino que manifestó su plena adhesión explícita a la Iglesia, a la que se debía plenamente como hijo de la Compañía de Jesús.

Meditación sobre la Iglesia

Se volcó entonces en dos proyectos que marcarían los rumbos teológicos del siglo XX: por un lado, puntualizó los nudos aparentemente más oscuros de su pensamiento en una nueva obra ‘Le mystère du surnaturel’ y escribió una hermosa historia teológica de la Iglesia, que muchos piensan que es lo mejor que ha escrito y el espejo de su oración personal en aquellos días oscuros: ‘Méditation sur l’Église’, publicada con gran éxito en 1953.

Él, sin embargo, explicaba que esta obra no fue sublimación ni expiación de nada, sino el fruto sencillo de la reelaboración de las pláticas que impartió en un retiro para sacerdotes que le encargaron en el seminario de Marsella. A Montini, arzobispo de Milán, al que después llamaríamos todos Pablo VI, le conmovió el texto y lo distribuyó a los sacerdotes de su diócesis.

No obstante, puede que parezca extraño decir que el mejor libro de Henri de Lubac nunca llegó a escribirse. Proyectaba una gran obra sobre la mística que tenía ya bien estructurada en su mente y que acariciaba y retocaba en sueños, pero que se negó a escribir, porque decía que no era capaz de encontrar el centro de gravedad que un tema de tal magnitud exigía. Notaba que le faltaban fuerzas físicas y espirituales para abordarlo con la necesaria solvencia y, sobre todo, lo desconcertaba la paradoja de que lo más íntimo y esencial del hombre estuviera inexplicablemente fuera de sí mismo. Era extraño que el hombre pudiera sentirse habitado por el misterio de una realidad superior a su propia naturaleza, algo grande y sin nombre que hay dentro de nosotros y que parece buscar su plenitud más allá de nosotros.

Paradoja ignaciana

La experiencia de los ‘Ejercicios Espirituales’ ignacianos busca precisamente la resolución personal de esa paradoja: recorrer vías de encuentro personal con Dios en la interioridad del hombre. Esta interconexión de planos, de lo sobrenatural incardinado en lo natural, fue siempre su gran inquietud intelectual y también el argumento preferido por sus más agrios críticos, que le acusaban de confundir los dos planos.

La misma idea, el fin sobrenatural de lo natural, fue desarrollada por su gran amigo Teilhard de Chardin en clave evolutiva y había sido expresada en bella metáfora por el cardenal Roberto Belarmino en el siglo XVI: el anhelo del corazón humano es más grande que el orbe. Quizá Belarmino estaba pensando, a su vez, en san Agustín: “Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti”.

Perito conciliar con Congar

En los años 60, la primavera de la Iglesia que brotó en el Concilio Vaticano II fue también la primavera de Henri de Lubac, que supo casualmente por ‘La Croix’ que había sido nombrado por Juan XXIII perito en las reuniones preparatorias, junto al dominico Yves Congar.

Su misión allí fue tratar de alumbrar la incertidumbre de los nuevos tiempos con la luz de los Padres de la Iglesia, de modo que la renovación conciliar fuese, sobre todo, un retorno a las fuentes del cristianismo. Merece la pena asomarse a la crónica de las interioridades del Concilio que De Lubac recoge en ‘Entretien autour du Vatican II. Souvenirs et réflexions’ (1985), e igualmente sus comentarios a algunos de los documentos conciliares: ‘Paradoxe et Mystère de l’Église‘ (sobre ‘Lumen Gentium’), ‘Athéisme et sens de l’homme’ (sobre ‘Gaudium et Spes’) y ‘La Révélation divine’ (sobre ‘Dei Verbum’).

Calvario de la sospecha

Comenzó así, desde 1960, la lenta y costosa rehabilitación teológica de este sacerdote ejemplar, no exenta todavía del espinoso calvario de la sospecha. En 1961 sus superiores jesuitas le piden que elabore una defensa de Pierre Teilhard de Chardin, fallecido en 1955, a quien De Lubac conocía bien. El superior provincial había sido explícito: “La Compañía no puede desentenderse de uno de sus hijos. Los cuatro Provinciales de Francia, con la aprobación del Padre General, desean que uno de los jesuitas que lo han conocido y que siguieron el hilo de su pensamiento aporte su testimonio. De hecho, ya no hay ninguno que siga vivo, por lo que le hemos designado a usted. En la medida de lo posible libérese de cualquier otra ocupación y póngase al trabajo”.

Y, efectivamente eso fue lo que hizo y en pocos meses pudimos disfrutar de uno de los libros más documentados y rigurosos que se han escrito sobre Teilhard. La obra llevaba el título de ‘La pensé religieuse du père Pierre Teilhard de Chardin’ y apareció en la primavera de 1962. Para entonces el cardenal Ottaviani ya había señalado “ambigüedades y errores en la obra de Teilhard que ofenden a la doctrina católica” y monseñor Parente solicitó su inclusión inmediata en el Índice de libros prohibidos.

Habría que explicar que la comisión de consultores a la que pertenecía el padre De Lubac dependía directamente del Santo Oficio y él mismo relata que en muchas ocasiones se sintió allí más en el papel de reo que de consultor. Y eso doblemente, pues se veía obligado a dar razón, oral y escrita, no solo de su propio pensamiento, sino también del de Teilhard de Chardin, frente a quienes buscaban interpretaciones torticeras y trasnochadas de las intuiciones teológicas de ambos.

Renuncia al cardenalato

Ya con la nueva luz del Concilio, el entusiasmo ganó terreno a las reticencias de los rigoristas, el peso intelectual de De Lubac creció y se reeditaron algunas de sus obras. En 1969 renunció al nombramiento como cardenal que le proponía Pablo VI, porque se resistía al requisito de ser ordenado obispo. Quince años después, Juan Pablo II le reitera el nombramiento, atendiendo ahora la petición expresa del padre De Lubac de acceder al cardenalato como simple sacerdote.

Así pues, tras la sospecha que sobre él lanzó Pío XII, son cinco los papas que han elogiado y seguido con provechoso interés su magisterio: Juan XXIII lo nombró consultor del Concilio Vaticano II, Pablo VI y Juan Pablo II quisieron que accediera al cardenalato y Benedicto XVI y el papa Francisco fueron lectores entusiastas de su obra cuando eran todavía jóvenes sacerdotes.

Obras completas en 1999

Henri de Lubac falleció en París en 1991, ya muy anciano, como los grandes patriarcas bíblicos. Les Éditions du Cerf inició la recopilación de sus obras completas en 1999. En su recuerdo, la biblioteca de la Universidad Católica de Lyon guarda su nombre y en Cambrai, su ciudad natal, también una de las calles que conducen a la iglesia catedral de Notre-Dame de Grâce. Sus paisanos acertaron: es muy razonable que los caminos de Henri de Lubac nos conduzcan a la Iglesia, porque ese fue también su empeño en vida.

Pues ya tenemos en marcha el proceso de beatificación de Henri de Lubac, abierto por los obispos franceses. ¡Qué esperanza para tantos teólogos silenciados! que siguieron el destino fatal de ser profetas incómodos en algún momento y que luego se vio la extraordinaria luz que aportaban en beneficio de la Iglesia. Una luz que quizá cegó a algunos, como ocurre siempre que uno pasa de la oscura seguridad de la caverna a la plena claridad del día.