¿Homilías demasiado largas y aburridas? El tema sigue siendo fascinante. El debate se ha reavivado tras las declaraciones del Papa el viernes 20 de enero, durante una intervención en el Ateneo Pontificio de San Anselmo. Francisco pide a los sacerdotes que limiten sus homilías a diez minutos, no más. En efecto, una homilía no debe confundirse con una conferencia, ni es un curso de filosofía, teología o exégesis.
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“Debe quedar claro a los fieles que lo que interesa al predicador es mostrar a Cristo, que tiene que ser el centro de toda homilía”, se lee en ‘Verbum domini’ (2010). Esta exhortación postsinodal sobre la Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia, firmada por Benedicto XVI, recuerda que “el predicador tiene que ‘ser el primero en dejarse interpelar por la Palabra de Dios que anuncia'”.
Por tanto, debe plantearse estas preguntas: “¿Qué dicen las lecturas proclamadas? ¿Qué me dicen a mí personalmente? ¿Qué debo decir a la comunidad, teniendo en cuenta su situación concreta?”.
Un ejercicio exigente
El ejercicio siempre es exigente. Debe ayudar a los fieles “a descubrir la presencia y la eficacia de la Palabra de Dios en el hoy de la propia vida”. Esto presupone que el predicador está familiarizado con las Escrituras, que deben ser leídas y releídas, meditadas y rezadas.
Por mi parte, cuando preparo una homilía, me hago estas preguntas sobre los textos propuestos por la liturgia: ¿qué buena noticia de salvación contienen? ¿Qué viene a salvar Dios? ¿Qué es lo que hay que salvar en mí, en cada uno de nosotros, en nuestro mundo, y de qué? ¿Con qué capacidades viene Dios a curar, a renovar, a liberar, a estimular, a enriquecer, a suscitar… a prodigar su salvación? ¿Qué hay del misterio de la muerte y resurrección de Cristo en los pasajes que se van a comentar?
A medida que pasan los días, descubro a Dios que salva la memoria del olvido, la generosidad de la codicia, la palabra de la cháchara, la confianza del miedo, la verdad de la mentira, la fraternidad de los celos, la autoridad del autoritarismo, la voluntad de la resignación, la acogida del miedo al extraño… Y, como reflejo de periodista, me obligo a poner un título a mi homilía
Este domingo, cuarto del Tiempo Ordinario, hemos escuchado el texto de las Bienaventuranzas que abre el Sermón de la Montaña (Mateo 5, 1-12). Mi homilía se ha titulado: “Dios salva la felicidad”. Él salva la felicidad de una concepción idealista de vida plena que no permite las lágrimas, las carencias, la atención a los demás, las penurias de la lucha por la justicia… El camino de la felicidad que trazan las Bienaventuranzas es el mismo que recorrió Jesús, hasta el final, hasta la Cruz. Predicar sobre las Bienaventuranzas es predicar sobre Cristo. Un Cristo que nunca va sin la Cruz. Como la verdadera felicidad.
*Artículo original publicado en La Croix, ‘partner’ en francés de Vida Nueva
Dominique Greiner es religioso Asuncionista y redactor jefe del diario La Croix