Tribuna

Iglesia: hay que esperar sin desesperar

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De los miedos hacia una confianza posible

Se dice que en la Biblia la palabra “miedo” aparece trescientas sesenta y cinco veces. En reiteradas ocasiones, Jesús manifestó a quienes lo seguían, y en particular a sus discípulos, que no tuvieran miedo porque él siempre estaría con ellos. De hecho, su deseo era que todo aquel que lo siguiera confiara en su persona y así creyera en el poder del amor de Dios. “Ellos, al verlo caminar sobre el mar, pensaron que era un fantasma y se pusieron a gritar, porque todos lo habían visto y estaban sobresaltados. Pero él les habló en seguida y les dijo: ´Tranquilícense, soy yo; no teman´” (cf. Mc 6, 49-50). Lastimosamente, la fe de sus discípulos era muy incipiente e inmadura para creer que Jesús, como Hijo de Dios, tenía el poder de vencer el mal con el bien, de curar al enfermo, de dar la vista al ciego y de perdonar al que se arrepiente.

Hasta nuestros días esa confianza en Dios se ha visto mermada y casi siempre los miedos terminan por minar toda esperanza e ilusión en el contexto hostil que vivimos como Iglesia. Dice un adagio: “La victoria tiene cien padres y la derrota es huérfana” (Napoleón Bonaparte, 1769-1821). Sí, en más de alguna oportunidad, hemos jugado a ser generales después de una batalla. Sobre todo, cuando se trata de endosar la responsabilidad de un mal recibido o de no reconocer que se dejó de hacer algo por miedo al qué dirán o al fracaso.

Prontamente, buscamos culpables por lo mal que anda el estado, el mundo empresarial y las instituciones en general. Es cierto que como Iglesia vivimos un duro momento, quizás el más “difícil” desde el que vivió el cristianismo en sus primeros años. Y las consecuencias de ello se han dejado sentir, pues lo dijo el propio Benedicto XVI, presagiando el futuro de la Iglesia: “Nuestra Iglesia será cada vez con menos fieles donde no necesitará de sus grandes muros, con menos influencia en la opinión pública pero más espiritual e identificada plenamente con la persona de Jesús…”.

El dinero…

Dice Jesús: “No temas, pequeño Rebaño, porque el Padre de ustedes ha querido darles el Reino” (Lc 12, 32). Valorizar las palabras de Jesús, en tiempos de prueba, pasa a ser un verdadero examen. Primero porque instaurar el Reino no es cuestión de un día sino de toda la vida y segundo porque el Reino no se espera, sino que se quiere y construye. En una sociedad como la nuestra, los ingredientes como pacto, alianza, traición y supervivencia, más que aportar a la sociedad un crecimiento humano, cívico, ético, ni hablar cristiano, únicamente han acelerado una crisis de “confianza” y “credibilidad” donde al parecer solo tienen cabida los más “listos”.

Es decir, aquellos que todo lo consiguen con el mínimo esfuerzo, los que compran voluntades, los que viven sacando ventajas del amigo influyente para no hacer la fila, los que fingen afecto para luego desechar aquel amor usufructuado, los que viven echando la culpa de sus males a los demás y tienen cero autocrítica; o, peor aún, los que creen que solo con el dinero se puede llegar a un cierto nivel de felicidad, pero equivocan el camino: “Quienes creen que el dinero lo hace todo… terminan haciendo todo por dinero” (Voltaire, 1694-1778). Y es que en la viña del Señor hay muchos que solo quieren administrar y sacar réditos de esta, pero no quieren ensuciarse los pies para prensar la uva.

Ante aquellos que piensan que todo puede hacerse por dinero, Jesús nos dice que el dinero y el poder no tienen la última palabra, pues el corazón del hombre todavía puede hacer grandes cosas que la propia razón ignora y no comprende. Por eso su invitación es a no bajar los brazos. “No se inquieten. Crean en Dios y crean también en mí” (Jn 14, 1).

Esperar

Malas noticias

Sin embargo, hoy, por desgracia, somos espectadores más de las malas noticias que de las buenas y basta señalar algunas para darnos cuenta cómo los medios de prensa las sobrevaloran y destacan: la batalla financiera entre EE. UU. y China encabezada por Donal Trump y Xi Jinping, que siempre es una tensión constante y pone en jaque a las economías de los países subdesarrollados; el calentamiento global y sus consecuencias. Esperanzados miramos la reunión de la COP 25, pero no sabemos a ciencia cierta si tendrá los efectos que todos aguardamos.

Es verdad que la reflexión y el discernimiento sobre el cambio climático han tenido sus repercusiones, pero ¿quién garantiza que los protocolos de acuerdo que se hayan firmado se materializarán en tiempo y forma? ¿Tomará conciencia de esto el presidente de Brasil, si se especula que gran parte de los incendios en la Amazonía son provocados intencionalmente para sobreexplotar las tierras por grupos económicos poderosos cuya visión del mundo es siempre mercantilista y utilitarista?

Una vez más, constatamos nuestra impotencia al ver por los informativos de televisión o radio que quienes deben estar encarcelados no lo están, los que cometieron fraudes o estafas no son sancionados porque no se encuentran pruebas suficientes para probar el delito; los que se enriquecieron ilícitamente pudieron trasparentar su patrimonio antes de ser imputados; los que mataron sabiendo lo que hacían alegaron “emoción violenta” y no fueron sentenciados. Es decir, hay una justificación para todo y todo es por una justa razón.

En este mundo al revés nadie quiere asumir la responsabilidad personal que le cabe ni menos pagar costos muy altos por las decisiones que se toman. Poncio Pilato pudo haber librado a Jesús de la sentencia de muerte, pero el liberarlo le significaba poner a todo el pueblo en su contra. Por tanto, para él, el costo a pagar era demasiado y terminó literalmente lavándose las manos por alguien que era inocente. Pero nuevamente Jesús nos llama a la calma, no para desentendernos de la realidad, sino para apaciguar las pasiones y “pensar” con los pies en la tierra y el corazón en el cielo. Podemos decir con plena confianza: “El Señor es mi protector: no temeré. ¿Qué podrán hacerme los hombres?” (Heb 13, 6).

Compromiso con el Reino

Comprometerse con el Reino de Dios es un gran desafío para vencer toda clase de “miedos” y “desesperanza”. Sin duda que ser cristiano hoy es difícil y desafiante, porque lleva al creyente a ser parte del mundo para no vivir como un timorato y de una fe de sacristía. Pero, al mismo tiempo, es un llamado a reivindicar el sentido común, que tanto se ha perdido. En efecto, es necesario recuperar la salud del sentido común. Sobre todo, cuando progresivamente se condena que un simple piropo a una mujer es motivo de escándalo y acoso sexual, o cuando se expulsa un profesor por una reprimenda a un alumno, o cuando la Iglesia pide por cada sacramento una tarifa y no la correspondiente ofrenda, cuando sus pastores no están a tiempo completo para estar disponibles, con horario de oficina pública.

De esta manera, el sentido común también se perdió en la Iglesia y ha sido precedido, en su muerte, por la verdad, la razón, la confianza, la discreción, la responsabilidad para terminar exigiendo solo derechos y no deberes. Hoy, más que nunca, cuesta hablar y actuar con la verdad. Porque aquello implica ser creíble en medio de una sociedad que vive una “crisis moral” en todos sus estamentos. Es cierto que como Iglesia hay grandes miedos de ser consecuentes con los principios de Jesús, que no coinciden con los de esta sociedad, pero tampoco ha habido una férrea lucha ante quienes desean un mundo sin Dios.

Los que aún creen en Dios se ven comprometidos a buscar caminos para superar los “miedos” y llevar una voz de esperanza. Sí aún hay personas convencidas de que Dios está con nosotros, entonces no hay nada que temer. En ese sentido, cómo no reconocer a hombres de probada fe y que todavía son un pulmón de oxígeno para la fe de la Iglesia, como un san Francisco de Asís o una madre Teresa y tantos otros santos anónimos. Estos vencieron los miedos de su tiempo siendo “testimonios vivos del amor de Cristo” y ante las dificultades no claudicaron en su fe. Por eso, las palabras de Jesús aún resuenan en su Iglesia y continúan más vigentes que nunca: “Les digo esto para que encuentren la paz en mí. En el mundo tendrán que sufrir; pero tengan valor: yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33).