Nos dice el himno en tiempo de Adviento: “Ven, ven, Señor no tardes…ven que te esperamos…ven pronto, Señor”. Son palabras que estimulan nuestra vida de fe y confirman aquella venida en que el Niño Dios busca donde reposar su cabeza. En tiempos, en que pareciera que todo es una “crisis” o “está en crisis”, el anuncio de la venida del Emmanuel “el Dios con nosotros” es una posibilidad de plasmar una caridad más honesta, convertir nos y descubrir los dones de Dios.
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Y es que, cada tiempo litúrgico que ofrece la Iglesia es una oportunidad para hacer lo que Dios nos pide, velar por la caridad al que no tiene con qué retribuir, perdonar al que nos ha ofendido o hacer sacrificios por quienes más amamos. Todas son instancias que pueden materializarse y ser factibles de llevar a cabo, pero ¿de qué dependen? Sin duda, de la confianza y esperanza que tengamos en Dios.
La esperanza en Alguien
Si tan solo entendiéramos que la virtud de la “esperanza” recibida, en el bautismo, es ante todo “activa” y no “pasiva”, muchas de nuestras actitudes como cristianos serían distintas. Por eso, encontramos dos grandes peligros al vivir esta experiencia de fe: vivir sin esperanza y admitir una esperanza sin fundamentos. Con respecto al primero, el filósofo francés, Jean Paul Sartre (s. XX), nos dice: “el hombre es una pasión inútil”. En su aseveración se encuentran los que miran el futuro con pesimismo y oscuridad. No cabe duda, que vivir una esperanza desde esta perspectiva es nocivo y ruin; pero vivir una esperanza sin fundamentos quizás es lo más peligroso e incierto aún.
Porque, depositamos y sustentamos nuestras expectativas en lo que sentimos o bien en dónde el hombre pone sus “esperanzas”: el dinero, el estatus, los bienes, o bien en lo que dictan sus deseos. Por ejemplo, en reiteradas ocasiones, la dolencia física de la depresión nos hace caer en la cuenta de que no todos los deseos son buenos, o bien determinar qué es lo más importante: ¿realizar nuestros sueños a cualquier precio o ver cuál es la voluntad de Dios? Cuántas veces, hemos escuchado aquella frase: “esfuérzate y cumple tus sueños”. Claro está que es algo inverosímil y que hasta por ahí se puede aceptar, puesto que no es verdad que “todos” mis sueños serán posibles en el tiempo; o bien, que mi esfuerzo me dará todo. Porque, generalmente se termina siendo defraudado, por el sistema, por la sociedad, las circunstancias o contextos, los amigos e incluso por las personas que supuestamente nos aman.
Por eso, como cristianos, al afirmar que nuestra esperanza es Cristo y su resurrección, ratificamos que la “confianza” no está en el hombre, sino en aquello que me hace digno y apreciado a los ojos de Dios. San Agustín nos dice: “una cosa es amar al hombre y otra cosa es poner la esperanza en él”. Y esto no es algo utópico, ya que es consecuencia de haber creído en la persona de Jesús y su resurrección. Nos dice el papa Benedicto XVI, en su encíclica, Spe Salvi: “en esperanza fuimos salvados” (Rom 8, 24) y afirma que como elemento distintivo de los cristianos es que estos tienen un futuro, es decir, “sus vidas no acaban en el vacío”, (Spe Salvi, 2). Para el pontífice estaba muy claro que la esperanza no es algo, sino Alguien: no se fundamenta en lo que pasa, sino en Dios que se entrega para siempre (Spe Salvi, 8). En este sentido, termina afirmando que la crisis de la fe es indudablemente una crisis de la esperanza cristiana.
Cuatro lugares
Por tanto, es conveniente entonces que en esta espera del Niño Dios y su nacimiento, reflexionar acerca de los cuatro lugares de aprendizaje y del ejercicio de la esperanza, como bien los considera Benedicto XVI. El primero es la oración. En efecto, cuando sientas que nadie te escucha, Dios siempre puede escucharte. Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios.
Otro lugar de aprendizaje es el testimonio cristiano y que lleva a pensar que Dios es posible. Sabemos que la esperanza en perspectiva cristiana es siempre una luz para los demás y más si es “activa”. Porque luchamos para que las cosas no acaben en una desesperanza o catástrofe. Mientras haya una “esperanza activa” mantenemos el mundo abierto a Dios. Sólo así permanece también como esperanza verdaderamente humana.
Sin embargo, no podemos olvidar el sufrimiento, ya que es otro lugar de aprendizaje. El mundo moderno nos enseña y ratifica que lo más práctico y conveniente es hacer todo lo posible de evitar el sufrimiento. Pero, sabemos que, en la condición cristiana, lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito (Cf. Spe Salvi, 36-39).
Y por último, el juicio de Dios es el lugar que se constituye como la instancia donde “todas” las expectativas de justicia ponen al descubierto que el Mal no tiene la última palabra, o que la corrupción no es la única forma de alcanzar el éxito, o que el engaño y la mentira no es de los más astutos, sino de los más débiles, o que el poder no es suficiente para ganar el respeto y la autoridad, pues esta última se gana con el buen ejemplo. Y ni hablar de los que piensan que “todo” está permitido en este mundo y al final no pasa nada. Porque sí existe la resurrección de la carne, –asegura Benedicto XVI–, hay justicia: “Por eso la fe en el Juicio final es ante todo y sobre todo esperanza, esa esperanza cuya necesidad se ha hecho evidente precisamente en las convulsiones de los últimos siglos”, (Spe Salvi, 41-47). Así, la llegada del Niño Dios es la oportunidad que esperamos para que su gracia nos haga santos. Sin duda, que la deseamos. En efecto, la etimología de la palabra desear, viene del latín desiderare, desiderium, que hace referencia a las estrellas (sidera) y que nos apunta hacia la trascendencia. El papa Francisco nos dice que la esperanza es como la levadura y es lo que hace que nuestra alma sea grande. Es decir, vivir el presente desde el futuro y la eternidad que se nos da por nuestro bautismo. Dios nos da a cada momento “ocasiones de gracia o instancias para ser santos”.
La Venida del Niño Dios
Quienes creemos en la Venida del Niño Dios debemos aceptar el sufrimiento por la fe como condición sine qua non. Abrazamos el dolor con amor porque sabemos que el Señor nos llama a enamorarnos del crucificado y lo ofrecemos con esperanza, porque todo confluye para la gloria de Dios y la ofrenda de Cristo. Indudablemente, que todo este recetario de doctrina espiritual es laudable y lindo de escuchar, pero cuando llega la hora de padecer algún contratiempo, desgracia, enfermedad o la misma muerte ¿cómo nos encuentra? ¿disponibles a lo que Dios quiera, conformes, tranquilos o ansiosos y temerosos? El ejemplo del cardenal, Nguyen Van Thuan, quien, durante trece años, estuvo en las cárceles vietnamitas, nueve de ellos en aislamiento: “en una situación de desesperación aparentemente total, la escucha de Dios, el poder hablarle, fue para él una fuerza creciente de esperanza”, (Spe Salvi, 32-34). Su ejemplo de vida y capacidad de resiliencia nos pone en alerta y nos cuestiona: ¿cómo salió de aquello? Solo hay una respuesta “esperanza en alguien que no es el hombre, sino en algo superior, Dios”.
Hoy, a la espera de la Venida del Niño Dios, nos queda apelar también a la condición no solo de rey o sacerdote de Jesús, sino también a la del “justo juez”. Como bien lo proclama la fiesta de Cristo rey. Porque simplemente la última palabra la tiene Dios. Muchos son los que no quieren darle esta connotación al Señor y prefieren una mirada más benévola. Aquella que lo perdona todo y cree que: “todos serán salvados”. Sin duda, que es una falta de conciencia al juicio de Dios y de que el Mal no tiene la última palabra. Por eso, como bautizados, debemos pedir la gracia a Dios para que nos llegue la salvación y no la condenación. ¿Esperamos el día del Juicio de Dios como el día de mi liberación o tememos, porque allí se va a desenmascarar mi vida de desenfrenos o pecado? Cuando se acercaba la liberación para Auschwitz, fue curioso, ya que no todos lo celebraron como una liberación, pues para los que colaboraron con el régimen Nazi, sin duda que no fue gratificante. Definitivamente, no tener temor para la llegada del día del Señor es no pactar con el Mal y ojalá que nuestra conciencia no nos acuse de nada. Nos dice Benedicto XVI: “el estado mayoritario de las almas en el estado de la muerte será el de la purificación donde se juega el último bastión de la misericordia de Dios”. Dios nos ofrece su misericordia en esta vida y también, nuestra oración que es muy indicativa de la esperanza. Abrirse a ella es disponer nuestro corazón, pero sucede que normalmente nuestro corazón es demasiado pequeño para lo que Dios nos puede dar.
Por eso, la llegada del Niño Dios es una oportunidad para volver a creer que: Cristo es verdadero Dios y hombre, que viene al mundo a rescatarnos del pecado y que nos ofrece vivir con Él, a partir de hoy. Creer o no creer es nuestra elección. Los que creyeron en su opción de vida jamás han sido defraudados, porque fueron salvados en esperanza.