Durante la segunda mitad del siglo XIV, floreció en los Países Bajos una corriente espiritual que intentaba moverse en la línea afectiva que se deriva de San Agustín, retocada luego por los canónigos regulares victorinos, los cistercienses y los Hermanos Menores.
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Esa corriente espiritual se llamó ‘Devoción moderna’ o ‘Devotio moderna’, fundada por Geert Groote, diácono neerlandés y fundador de la hermandad de los Hermanos de la Vida Común, y su discípulo Florens Radewijns. Una de las características más notables de esta corriente fue divulgar de manera sencilla al pueblo los grandes temas de la doctrina. Una corriente que, además, promulgó en todo momento un cristocentrismo práctico, es decir, buscar en la humanidad de Cristo el eje central en torno al cual se mueva la vida espiritual, su tono ético y concreto.
Allí destacó de manera sublime un canónigo agustino cuya fama va ligada hasta hoy a una obra que es unos los libros más difundidos en todo el mundo: ‘De imitatione Christi’, aunque se sigue discutiendo sobre su verdadero autor. Hacemos referencia a Tomás de Kempis (1380-1471).
El alma y la vida de Tomás de Kempis fluyen a través de su pluma, en especial en su ‘Imitación de Cristo’ (1418), cuatro opúsculos independientes entre sí, que, bajo un título artificial, estaban destinados a una celebridad incomparable. Excepto el cuarto libro, que es un tratado eucarístico, escrito para los demás. La Imitación constituye, en último análisis, una velada, púdica, indirecta autobiografía íntima; es la narración de sus experiencias personales traducidas al lenguaje doctrinal.
La imitación de María
Sin embargo, no es de esta obra que queremos hablar hoy, aunque todo lo que digamos acá, de alguna manera, se desprende de ella. Vamos a reflexionar, a partir de la experiencia de la Devoción Moderna: imitar a María.
Hay quienes aseguran que los opúsculos reunidos y que dan forma a un pequeño libro publicado luego de la muerte de Kempis son, en el fondo, el quinto libro de su Imitación de Cristo, pero esto es realmente complejo de comprobar. Lo que sí es cierto es que esos opúsculos existen y que sirven de acicate para una verdadera y profunda vida cristiana.
El cristiano está llamado a ser modelo y ejemplo, cumpliendo en sí mismo su vocación. San Pedro y san Pablo exhortan explícitamente a Timoteo (1Tim 4,12) y a los ancianos (1Pe 5,3) que sean modelos del rebaño. Resulta lógico suponer y afirmar con certeza que la primera comunidad cristiana estableciera su atención en la Virgen María. Por medio de los evangelios de la infancia, en los cuales se pone particularmente de relieve a la madre de Jesús, las primeras generaciones de cristianos distinguieron en María su original riqueza de santidad: la imagen del Padre se hace en ella plenitud de gracia y grandeza de dones.
María siempre fiel
En María revelan los primeros cristianos, no solo el rostro físico, sino también el espiritual del Señor, su Hijo. La primera de los creyentes, la primera de los salvados, miembro de la iglesia primitiva, María participa materna y ejemplarmente de la misma misión santificadora de Cristo. Fiel al Señor como sus padres, fiel a las leyes de la comunidad judía en la que vivió, fiel a las solicitudes de la voluntad del Padre y a las de la maternidad para con su Hijo, presente y disponible en Belén, en el templo, en Nazaret, en Caná, bajo la Cruz y en el cenáculo, la virgen María dice con toda su vida: “Haced lo que él os diga” (Jn 2,5). Y Cristo la indica y la da como madre a los cristianos de todos los tiempos (Jn 19, 26-27).
En la ‘Imitación de María’, Tomás de Kempis nos muestra el camino para alcanzar tal galería de perfección cristiana. Nos lleva de la mano por la excelsa dignidad de la Bienaventurada Virgen para que podamos contemplar cómo en ella convergen perfectísimamente todo decoro virginal, toda virtud moral, toda devoción afectuosa, toda operación de virtud, toda perfección de santidad. Kempis recuerda a San Bernardo quien resalta la corona de doce estrellas de la Virgen que desnudan las prerrogativas del cielo, de la carne y del corazón. Cierra Kempis con la actitud del buen cristiano, de aquel que no puede amar al Hijo si desprecia a la Madre. Paz y Bien
Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor. Maracaibo – Venezuela