La Iglesia católica está atravesando la espesura de una muy fuerte tormenta. Una tormenta que amenaza con separarla y hundirla. Sin embargo, pienso que esta crisis no está afectando exclusivamente a la institución de Cristo, sino a todo el mundo occidental.
Hablando de una crisis muy profunda que está agrediendo lo más íntimo del hombre en Occidente. El mundo que se creó ahora se vuelve contra él y no sabe cómo enfrentarlo. Parece haberse quedado sin potencias creadoras para combatir la obra de sus manos. ¿Frankenstein cobró vida y se vuelve contra su creador?
De esto se nos ha venido avisando desde hace mucho tiempo, más aún cuando el horror de los totalitarismos mostró la eficiencia de la instrumentalización del ser humano. Sobre ello, reflexionó varias veces Benedicto XVI, recientemente fallecido, al advertir que la crisis actual de occidente se debe a la resignación de no conocer la verdad. “Si para el hombre no existe una verdad, señaló, en el fondo, no puede ni siquiera distinguir entre el bien y el mal”. Precisamente, esa incapacidad para distinguir el bien del mal fue lo que resalta Bonhoeffer en su teoría de la estupidez.
Mirar a Cristo… nuevamente
Sobre el hombre que no distingue el bien del mal, Bonhoeffer afirma que “al conversar con él, uno siente virtualmente que no está tratando en absoluto con una persona, sino con eslóganes, consignas y cosas por el estilo que se han apoderado de él. Está bajo un hechizo, cegado, maltratado y abusado en su propio ser”. Parece que estuviéramos, actualmente, vacíos de contenido y los hombres que formamos la Iglesia no podíamos escaparnos de ello, ya que, en cierta medida, hemos caído en esos vacíos funestos.
En tal sentido, creo prudente recordar aquella invitación que San Juan Pablo II nos hizo en más de una oportunidad: no tener miedo de mirar a Cristo. Mirar a Cristo hoy implica un riesgo, pero un riesgo que no es distinto al de otras épocas. Cristo es signo de contradicción y contemplarlo significa ponernos contra ese estado de cosas que hoy se levantan contra nosotros. “El aspecto más sublime de la dignidad del hombre está precisamente en su vocación a establecer una relación con Dios en este profundo intercambio de miradas que transforma la vida. Para ver a Jesús lo primero que hace falta es dejarse mirar por él”, escribe San Juan Pablo II. Miremos a Cristo nuevamente, sin prejuicios, con el corazón libre de prejuicios.
Instaurar todo en Cristo… nuevamente
Mirar a Cristo, pero ¿para qué? Para instaurar todo en Él que es la Verdad profunda y plena del hombre. San Pío X gobernó la Iglesia en tiempos de profundos cambios que sirvieron, tristemente, de antesala a auténticos fracasos para la humanidad, como es el caso de la Revolución Rusa o la Primera Guerra Mundial. Frente a toda esa vorágine ideológica que se esparció como veneno por el mundo, su respuesta fue simple, pero comprometedora: “Instaurar todo en Cristo”. Entendió, y por ello ese fue el lema de su pontificado, que para transformar el mundo, cada vez más alejado de Dios, hay que construir sobre el más seguro de los cimientos: Cristo. Sin Él toda empresa humana está condenada a fracasar, por muy pequeña e insignificante que parezca.
La Iglesia católica atraviesa un momento verdaderamente complejo que amenaza sus bases terrenales. El papa Francisco afronta una situación crítica en varios frentes: el escándalo de los abusos, la marginación de las mujeres, el clericalismo y la reforma de la curia romana. Sin embargo, esta crisis no solamente está ocurriendo en la Iglesia católica. Estas sombras también están arropando a la Iglesia protestante. No se trata de una crisis en la Iglesia católica, es el corazón del hombre que se encuentra a la deriva, en medio de una tormenta, que él mismo azuzó. ¿Qué hacemos? Tengamos la humildad de Pedro y gritemos a Jesús que nos salve (Mt 14, 30). Mantengamos la fe. Paz y Bien.
Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor. Maracaibo – Venezuela