Este país no sería lo que es hoy sin su famoso canal; una obra de características faraónicas que une los océanos Pacífico y Atlántico que transformó la ex colonia española en un centro de intensas actividades financieras y bancarias.
Bergoglio no ha podido visitarlo (tampoco tuvo tiempo para contemplar las Pirámides durante su viaje a Egipto en 2017), pero lo citó apenas puso sus pies en Panamá: “Puente entre océanos y tierra natural de encuentros –dijo en su primer discurso–, Panamá, el país más angosto de todo el continente americano es símbolo de la sustentabilidad que nace de la capacidad de crear vínculos y alianzas”.
La obra, iniciada a comienzos del siglo XX y concluida el 15 de agosto de 1914, ha centuplicado los contactos entre los continentes (lo han atravesado más de 1 millón de barcos) y le sirvió al Papa como ejemplo de “la apertura de nuevos canales de comunicación y entendimiento, solidaridad, de creatividad, de ayuda mutua, canales de medida humana que rompan el anonimato y el aislamiento en vistas a una nueva manera de construir la historia”.
En la ceremonia de acogida y apertura de la JMJ les pidió a los jóvenes que construyesen puentes y no muros y deseó que gracias a la Jornada “Panamá no sea hoy solo un canal que une mares, sino también un canal donde el sueño de Dios siga encontrando cauces para crecer y multiplicarse e irradiarse en todos los rincones de la tierra”.
Quizás una de la características más sorprendentes de esta Jornada panameña es la extraordinaria interconexión entre muchachos que hasta ahora no habían tenido nunca oportunidad de conocerse y de rezar juntos. Es bastante excepcional que haya grupos provenientes de Cuba o de la China continental, pero también del reino de Tonga o las Islas Vuanatú en el Pacífico. Ahora se ha confirmado que haber seleccionado Panamá para esta celebración tenía sus riesgos (en un país de 4 millones de habitantes acoger a 350.000 peregrinos no es tarea fácil), pero se ha revelado un éxito total.