No sé si fue por el calor, la tormenta, la inexperiencia o la propia intensidad de la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) de Madrid en 2011, pero la frase de “a algo como esto no vuelvo ni loco” se repitió muchas veces en nuestro grupo de casi 250 participantes. No es que no estuviéramos acostumbrados a encuentros de muchas personas, o a un calor sofocante o a tener que caminar de un lado para otro, es que, quizás, la JMJ nos pasó por encima como una apisonadora.
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- A FONDO: Diez años de la JMJ de Madrid: un tsunami de fe inundó la capital
- EDITORIAL: En las redes de los jóvenes
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Nuestro caso no fue muy diferente al de otros muchos grupos: era la primera vez que participábamos en algo así y sabíamos que sería una exageración, pero no estábamos preparados. Sí, habíamos reflexionado con algunas de las catequesis preparatorias y, sobre todo, habíamos animado a muchos de nuestros jóvenes a participar, con la clave de “esto va a ser una vez en la vida”, pero no sé si nos lo creíamos del todo. También teníamos algunos prejuicios, para qué nos vamos a engañar.
Algunos compañeros que habían estado en Roma 2000 o en Colonia 2005 nos presentaron la JMJ como un “Taizé a lo grande” o, como dijo un periodista, un “Woodstock católico”, pero ninguna de las comparaciones le hacen justicia, para bien o para mal. Tres momentos nos hicieron descubrir esto, con no poco esfuerzo.
La mezcla de gente
Llegué con mi pequeño grupo el día antes de comenzar todo, encantados de salir de Compostela y, por una vez, ser peregrinos y no solo grupo que acoge. Como teníamos tiempo, nos dimos un paseo por el centro de Madrid, con la idea de pasar el tiempo y vimos… gente y más gente. Los jóvenes que me acompañaban se quedaron alucinados ante cientos de jóvenes cantando, haciéndose entender con una mezcla de idiomas aparentemente sin sentido, con una sonrisa de oreja a oreja y una cruz de metal al cuello.
Ellos conectaron enseguida, antes que los acompañantes, quizás porque los prejuicios y razonamientos son más de los viejos que de los jóvenes. Con la misma naturalidad con la que habían dicho “yo esa cruz no me la pongo” al recoger las mochilas, cogieron una guitarra, sacaron su cruz y se pusieron a cantar y bailar los ‘greatest hits’ de los campamentos… en medio de la Puerta del Sol. Creo que no fui el único que pensó que estábamos un poco locos.
Apenas fueron un par de horas, pero cuando volvimos al colegio que nos acogía y nos encontramos con todos los demás, una de las chicas más jóvenes me dijo: “Ya solo por este día, ha merecido la pena venir”. ¿Solo por cantar y bailar en el centro de Madrid? Caray, quizás tengamos que replantearnos nuestros sesudos encuentros pastorales…