Entre las ceremonias previstas en el calendario de las Jornadas Mundiales de la Juventud los Vía Crucis no han sido siempre las más conseguidas. En la de Rio de Janeiro, la estética de las imágenes fue particularmente ridícula y, en Cracovia, tampoco se acertó en la representación de tan tradicional práctica religiosa.
En Panamá, por el contrario, el acierto ha sido total convirtiendo el camino seguido por Jesús hasta el Calvario en los sufrimientos de la humanidad y de la Iglesia latinoamericana. Cada una de las catorce estaciones reflejaba en sus meditaciones los dramas más salientes de los diversos países de este continente: los mártires del Salvador, las injusticias sufridas por las poblaciones indígenas de Guatemala, el drama de las migraciones bíblicas del pueblo venezolano, las víctimas de sucesivos desastres naturales en Haití, la plaga de la violencia contra las mujeres en la República Dominicana, los múltiples asesinatos de México, la pobreza de Honduras, la corrupción, los abortos, las violaciones de los Derechos humanos en tantos rincones del continente.
“Un espectáculo muy conseguido”
Las meditaciones fueron leídas por jóvenes parejas que vestían los vistosos trajes tradicionales de sus pueblos mientras un grupo de danzantes mimaban sus textos y un imponente coro añadía el comentario musical. Un espectáculo, pues, muy conseguido; tal vez un pelín largo que no pareció importar a las decenas de millares de peregrinos evidentemente conmovidos.
Como dijo Francisco: “El Via Crucis de Jesús se prolonga en tantos jóvenes y familias que, absorbidos en una espiral de muerte quedan privados no solo de futuro sino de presente. Y así como repartieron tus vestiduras, Señor, queda repartida y maltratada su dignidad”.