Pocos conocen que la Jornada Mundial de las Migraciones no es una ocurrencia del papa Francisco. Este año será la 107ª. Es decir, la Iglesia, en la voz de los papas, lleva más de cien años señalando la movilidad humana en busca de dignidad y desarrollo, como uno de los “signos de los tiempos” a los que la fidelidad a Jesús nos obliga a responder desde la parábola del buen samaritano. Así de claro.
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Frente a la “globalización de la indiferencia” que el papa Francisco denunciaba proféticamente desde Lampedusa en 2013, la Iglesia continúa proponiendo la “globalización de la solidaridad” que salva vidas. Los barcos que rescatan personas en los mares son una parábola de esta solidaridad. Pero también las múltiples acciones que, en tantas diócesis la Iglesia lleva adelante para acoger, proteger, promover e integrar a las personas migradas.
La Iglesia no puede dejar de apoyar a quienes en tierra o en mar salvan vidas, porque la buena noticia de Jesús coloca en el centro de su actividad el bien integral de toda persona. En el Evangelio encontramos a Jesús mismo adentrándose en las aguas para rescatar a Pedro que se hundía. La Jornada Mundial del Migrante y el Refugiado cada año nos inspira a vivir un curso pastoral en esta clave transversal que hace de la Iglesia discípula e imitadora de su Señor al rescate de toda vida, de toda dignidad.
Contra la indiferencia
Entre las aguas de la indiferencia y las narrativas migratorias falsas o políticamente manipuladas, el icono del Señor salvando a la humanidad de perecer en las aguas, representada en Pedro, nos inspira a recrear nuestra misión como discípulos suyos. Misión al servicio de la verdad y de la cultura de la vida. Porque Dios es “amigo de la vida”. Ante el desafío de las migraciones y la movilidad humana en todo el mundo, ¿cuál es, en esta ocasión, la propuesta de la Iglesia?
Profundizar en la identidad que nos vincula en la diversidad y universalidad del pueblo de Dios y con el resto de la humanidad, para generar a todos los niveles una Iglesia y una sociedad más inclusiva, fraterna, que no deje a nadie detrás, “hacia un nosotros cada vez más grande”.
¿Cómo? repensando nuestros modos de actuar en clave de amistad, la que Dios ofrece al mundo y a cada ser humano. Aunque suponga un cambio de mentalidad, un “éxodo” desde las zonas de confort, los miedos, las identidades, la xenofobia a un retorno a las raíces de nuestra fe y la experiencia del Dios de Jesús. Para acercarnos a ser aquello que queremos vivir cuando rezamos el Padre nuestro, porque quienes rezan bien, tienden a situarse como hermanos de todos.
Para desplegar el regalo de la “catolicidad” conjugando la vida desde un “nosotros” inclusivo, abierto a la universalidad y la diversidad en lo local, actualizando creativamente la solidaridad que tanta admiración provocó en la expansión del cristianismo. La catolicidad nos vacuna contra el individualismo y la indiferencia.
En cada corazón
Esa nota propia de nuestra identidad nos conforma como pueblo de Dios “inclusivo” e “incluyente”, comprometido por no dejar a nadie atrás en su dignidad, en su proyecto vital, social y por supuesto, en su vivencia religiosa.
¿Dónde? Allá donde vive o trabaja cada uno. En cualquier edad. En cada barrio, pueblo o ciudad, en cada parroquia, comunidad o movimiento, en cada asociación, colectivo, grupo, en cada portal, en cada casa, en cada familia, en cada corazón.
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