Tribuna

José María de Llanos, el cura de las dos Españas

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Una joven periodista me preguntaba hace unos días: “¿Por qué el padre Llanos es tan desconocido?”. “¿Desconocido? Llanos era el cura más famoso de la Transición”, le respondí. Decía José Luis López Aranguren que “la vida del padre Llanos sintetiza cincuenta años de la historia de España”; y en el monumento erigido a él en una plaza del Pozo del Tío Raimundo se identifica: “Soñamos con un mundo unido, sin otra soberanía que la del pueblo universal. Vine a evangelizar al pueblo y el pueblo es el que me ha evangelizado. Entre Dios y los hombres reparto mi amor”.



Pero Llanos no es fácil de definir. Recuerdo que el destartalado tren de tercera procedente de Alcalá de Henares se detenía brevemente en Entrevías. Un mar de barro saludaba al viajero bajo la lluvia hasta llegar al horizonte gris de chabolas en que emergía como una pesadilla el Pozo del Tío Raimundo, donde habitaba José María de Llanos esculpido entre sombras, un intelectual en el suburbio, sentado en su cuchitril, envuelto en una manta mientras aporreaba incansable su vieja Olivetti, después de presidir cada mañana un insólito izado de banderas junto a la enseña de la ONU en medio de la enrarecida atmósfera del franquismo.

El jesuita José María de Llanos

El jesuita José María de Llanos

Llanos era un poeta, un intelectual y, en el fondo, un hombre frágil, pero líder valiente y creativo. El teólogo Díez-Alegría defendía que, artista como Picasso, su gran amigo y ‘alter ego’ pasó de una “época azul” a otra “rosa”, y respecto a su carácter añadía que “como en la Iglesia tiene que haber de todo, él le decía: ‘Llanos, tú eres la vesícula biliar del Cuerpo Místico’”.

De Falange a “cura rojo”

Desconcertaba. ¿Era el mito vivo, el sacerdote que, a sus 50 años, dejó el centro de Madrid y su pasado de “cruzada” para vivir con los más pobres? ¿Qué le hacía tan hosco y sensible a la vez? ¿Cómo había pasado de capellán de la Falange a “cura rojo”? ¿Y de poeta exquisito a revulsivo del mundo obrero? ¿Qué quedaba del centenar largo de sus tandas de Ejercicios, incluida la que impartió Francisco Franco, de los campos de trabajo universitarios del SUT, del ‘Cor Iesu’ y otras docenas de criaturas suyas?

Aunque había expresado su deseo de que en la lápida de su tumba le pusieran su número de carnet de Comisiones Obreras, al aproximarse su hora le dijo al encargado: “Hermano, basta que ponga el S.I. (Societatis Iesu)”. Como decía Lorenzo Gomis, tan incalificable, que solo puede definirse con una tautología: “Llanos es Llanos”.

Amigo de todos

Era el amigo de todos, el que mantenía buenas relaciones con políticos de derechas e izquierdas. De padre militar y madre frágil, su orfandad de madre y el influjo de un padre general de la República explican mucho de su afectividad y reciedumbre. Abandona a una inocente novia para ingresar en la Compañía de Jesús después de unos Ejercicios en que siente la vocación sin apenas conocer a los jesuitas.

Sus apuntes de novicio revelan mucho. Por una parte, las dudas que el padre maestro mantiene ante aquel joven enfermizo –una dolencia estomacal que le durará toda la vida y le obligará a alimentarse poco más que de leche–, hipersensible, radical, neurótico depresivo, hasta el punto de que llega a pronunciar sus votos encontrándose en la enfermería.

Muerte de sus hermanos

Con la República se ve obligado a abandonar la patria como sus compañeros y a estudiar en Bélgica, donde se estrena en su primer liderazgo. Aunque el verdadero drama lo vive en Entre-os-Rios (Portugal), donde, mientras estudiaba teología, llegan las noticias de la guerra y especialmente el asesinato de sus hermanos Manolo, de cuyo heroico martirio escribiría un libro biográfico bajo seudónimo, y Félix María, por todos los datos fusilado en Paracuellos. No es de extrañar, pues, que, de regreso a España, frustrado por no haber sido admitido como capellán de la División Azul, Llanos se convierte en un apóstol de aquella España confesional.

Pero de pronto despierta a “la otra España”, en la que, desde las almenas del castillo de Belmonte, y luego a través de los campos de trabajo y el contacto con los obreros, descubre la sociedad real. Entonces, pide al provincial ejercer en ese mundo marginal un apostolado de “presencia” más que parroquial. Construye una chabola-capilla-escuela-dispensario en medio del Pozo, un mar de barro e ignominia, ocupado por una invasión de inmigrantes de Andalucía, Toledo y Extremadura. (…)

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