Agradezco a fray José Rodríguez Carballo, nuestro arzobispo, que me invitara a entrar en su despacho al saludarle desde lejos. La puerta estaba abierta y él en conversación con un conocido, que, al saludarlo, observé que era ciego; se trataba de José. Intuí que el pastor quería compartir conmigo el relato de vida de esta persona y, con buena pedagogía, me introdujo en la conversación con el amigo, sintiéndome seducido por proceso vital.
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Hijo de emigrantes extremeños, de Salvaleón, en el País Vasco. Se formó allí y se preparó como fisioterapeuta, habiendo realizado su profesión de modos muy plurales y ricos, siendo fisioterapeuta en el equipo del gran deportista Induráin, a la vez que atendía también una pequeña comunidad de franciscanos cada vez que le requerían sus servicios.
En el campo con ovejas
Se trata de franciscanos, hermanos de la orden, que tenían como carisma propio ser pastores de verdad, en el campo con ovejas, y ejercían como misión singular preparar a las personas que querían ser buenos pastores, profesionales de ese oficio. Después, esa escuela se institucionalizó en la comunidad autónoma. En ese ejercicio profesional, es como conoció a los franciscanos, que eran conocidos de sus padres, y ahí se encontró al actual arzobispo Carvallo, cuando, por responsabilidad en la orden, le gustaba visitar esta comunidad y estar con ellos, sintiéndose atraído por su sencillez y vivencia de la espiritualidad franciscana.
Alguna vez pudo recibir también atención de José en sus espaldas cansadas y cargadas, recibiendo alivio. Ahora, tras varios años, se encontraban en este arzobispado de Mérida-Badajoz. En el momento aqué,l el chico estaba casado y tenía su proyecto de vida consolidado. Su fe era sencilla y normal, como cualquiera del pueblo.
Entre el odio y el amor: José y su ceguera
Un día, sus planes comienzan a venirse abajo como no podía esperar nunca. Nota que tiene problemas con la visión y, tras muchos estudios, dan con la clave de su diagnóstico, una enfermedad que se da uno entre más de doscientos mil, y a él le ha tocado. El proceso es rápido en la pérdida de la visión y llega a la ceguera. En este mismo proceso, su esposa, a la que amaba con todas sus fuerzas y que era la niña de sus ojos, sufre una leucemia y muere.
En esa situación, pierde esperanza y sentido de vida, y también su fe. Siente rechazo por todo y también por Dios; de alguna manera siente como que le odia por lo que ha hecho con él. Ya no podrá ser fisioterapeuta, ya ha perdido su matrimonio, ya depende de todos. La vida ha cambiado y la oscuridad es tremenda. Solo le queda el calor de sus padres, que estarán con él mientras vivan.
El ángel fray Nicolás
En ese contexto, fray Nicolás –me dice José que murió en diciembre, recuerda el día, la hora exacta con minutos, y su mano agarrada a él– se acerca a él, como conocido, y comparte sentimientos y vida. También este fraile sufre su enfermedad, aunque no llegó a quedarse ciego totalmente, al morir antes. Hacen camino juntos y José encontró en él esa mano única a la que no quiere soltar nunca y con quien desahoga todos sus sentimientos de contradicción y de negación de sentido, por el dolor.
Podríamos decir que tenía la fe del enfado con Dios, un Job bien activo y militante, porque él no se merecía esto de ninguna manera, ni los que lo rodeaban. Un día el fraile le cuenta que él tenía deseos y promesa de ir a Jerusalén, a la tierra sagrada, pero dada su situación no podría hacerlo y le pedía que lo hiciera este amigo por él. En principio se negaba por su situación de negación creyente, pero después aceptó por afecto y por el testimonio de este fraile en su acompañamiento callado, en esa mano tendida y cogida para siempre en la fraternidad del dolor compartido.
Solo sé que antes no veía y ahora veo
A partir de esta experiencia, su vida comenzó a tomar otra deriva, fue sintiendo que su ánimo iba pasando del odio, el rechazo y el sinsentido, al amor, a la vida, al encuentro, a la fraternidad de lo humano. Él dice que estaba ciego y comenzó a ver, que se operó en él el verdadero milagro de encontrar el amor y a Dios en el mismo dolor, en el mismo límite, en la dificultad. Se podía entregar amando.
Ahora se ha recuperado como fisioterapeuta y, cuando está en el pueblo extremeño, donde pasa largas temporadas, su casa siempre está dispuesta para aliviar a los que están maltratados en su cuerpo, especialmente a los que no le pueden pagar. Está muy cercano a la Palabra de Dios y comulga con su Dios en Jesús de Nazaret. Es un verdadero apóstol con sus manos, con su corazón, con su palabra y con su relato. Para él, fray Nicolás fue el ángel de Dios que le acompañó en su proceso de tumba, hasta que pudo decir y gritar que José ya no está aquí –oscuridad– porque ha resucitado, y su rabia ahora es puro amor y entrega. Ha hecho de su ceguera luz con la fuerza del amor de Cristo.
Apuntes para la humildad y la visión de Dios
Yo me lo guardé en mi corazón, como hizo el arzobispo, que después se iba a comer con él y celebrar el encuentro tan fraternal y evangélico. Desde entonces, tengo a fray Nicolás como un verdadero intercesor ante el Padre. Me alegro de esta amistad del arzobispo con este feligrés que pasa tiempos en Salvaleón y que es testigo directo de la espiritualidad de San Francisco en su propia carne y ceguera.
Bromeamos el arzobispo y yo, invitándonos a la humildad y sencillez de vida en este relato tan verdadero. Llamados a anunciar el Evangelio con nuestras vidas y, si hace falta, incluso con alguna palabra.