El pasado 28 de julio fallecía en París Joseph Moingt, sacerdote jesuita y teólogo. Tenía la nada desdeñable edad de 104 años y, hasta el último momento, ejerció su pasión y vocación teológica. A sus 103 años publicó el que es su último libro, “El espíritu del cristianismo”. Por cierto, muy interesante.
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Al enterarme de su fallecimiento estuve atenta a las reacciones y comentarios que podrían suscitarse y, para mi sorpresa, salvo unos pocos medios, nadie se hizo eco de lo sucedido. Era uno de los últimos grandes de la teología y, cuando digo grandes, me refiero a que pertenecía a esa generación de teólogos que, con solo pronunciar su nombre, todo el mundo sabía qué asignaturas impartía y en qué universidad, y cuáles eran sus últimas publicaciones. De estos teólogos ya no quedan.
Vetado en varias diócesis
Puede que su reflexión teológica no fuese del gusto de una mayoría eclesiástica acostumbrada a no sufrir sobresaltos y, mucho menos, a aceptar la posibilidad de debatir ideas –no siempre nuevas– que exigirían abrirse a un diálogo donde no siempre llevarían la voz cantante y exigiría, también, el conocimiento de una obra que no entraba en sus expectativas. De hecho, fue vetado en varias diócesis a raíz de una conferencia pronunciada en Suiza en 1994.
Joseph Moingt era un hombre equilibrado que abogaba por ayudar a madurar y a crecer a los miembros de la comunidad eclesial, lo que implicaría –para susto de muchos– que el sacerdocio común de los fieles era algo tan importante como real. Sus revolucionarias ideas sobre cómo ir avanzando y aportando soluciones a la falta de sacerdotes no solo no gustaron –pese a que ahora se barajan algunas de esas posibilidades sin citarlo a él–, sino que terminaron de señalarlo teológica, pastoral y personalmente.
Falta de eco en los medios
La falta de eco de su fallecimiento en la mayoría de medios especializados me ha hecho pensar qué estamos haciendo con la teología. Me comentaban hace unos días, directamente desde Alemania, que toda esa imagen de su episcopado tan lanzado en el Sínodo y con noticias tan pintorescas como poner un anuncio en los periódicos nacionales para cubrir el puesto de secretario en la Conferencia Episcopal –sin especificar que deba ser varón, lo que abre la posibilidad a las mujeres–, se ha caído por tierra ante las declaraciones que han hecho sobre la situación de las facultades de teología. Resulta que no saben qué opción tomar porque dichas facultades, ante la falta de vocaciones sacerdotales, están casi vacías.
Es decir, vinculan el estudio de la teología al presbiterado y se olvidan de la cantidad de laicos que pueden estudiar en ellas. ¡Y son alemanes! No sé qué cara habrá puesto Joseph Moingt al enterarse de semejante dislate.
Su esencia, la libertad
Alguien como él, que puede ser definido con una sola palabra –libertad–, no puede ni debe caer en el olvido. Sus aportaciones no pueden tardar siglos en ser descubiertas y apreciadas para verlas simplemente como algo que ya se pensaba en el siglo XX y XXI.
Desconozco si su último libro, citado al inicio de este artículo, está ya traducido al español. Lo he leído directamente en francés. Es Joseph Moingt en estado puro, escrito en primera persona. Estoy segura que no levantará pasiones, pero, para aquellos que no tienen –tenemos– miedo a bucear en otros puntos de vista, descubriremos o redescubriremos a un teólogo enamorado de la voz de Dios en una obra que obliga a pensar. Se podrán discutir algunos comentarios o afirmaciones, pero, al menos, una fresca brisa soplará en la habitual teología de naftalina con la que nos conformamos.
Uno de los grandes teólogos
Ha fallecido uno de los grandes teólogos. De los que su nombre lo situaba en el mapa sin necesidad de nada más. No lo olvidemos. Sería desaprovechar el magnífico don de su inteligencia y capacidad analítica y creativa. Y esto es algo que la Iglesia no se puede permitir en este momento.