“Yo me veo como un cura de pueblo”. Es la tarjeta de presentación que a Juan José Omella le sale sin pensar cada vez que alguien le ronda con ánimo de revestirle de príncipe de la Iglesia. Ese cura de pueblo ha acabado siendo cardenal, arzobispo de Barcelona y, desde hoy, le hacen ser presidente de la Conferencia Episcopal Española. Ni lo buscaba ni se veía en estos lares, pero nunca se ha negado a un servicio.
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Un presidente puente. En el sentido literal, político y evangélico. Encaje de bolillos va a necesitar para ajustar los vuelos a Roma y los AVE a Madrid, amén de otros “bolos” para los que es requerido dentro y fuera de España. Porque a Omella, desconocido por el público mediático, se le quiere y se le estima en no pocos espacios eclesiales. Su fácil trato y lenguaje libre de peajes clericales rompen con el imaginario de los capisayos barrocos de su interlocutor, sea quien sea. Tiene 73 años, pero la vejez no se le ha venido encima ni en sus habilidades sociales ni ha aplacado su buen humor.
Mediador con fineza
Bazas a su favor para ejercer de equilibrista en la encrucijada que vive España. No le es ajeno el vaivén político. En la antesala del 1-O echó el resto para intentar evitar el caos que sobrevino a Cataluña. Y al resto del país. Pero la última palabra no dependía de él. Apostó por la mediación al más puro estilo de la clásica diplomacia vaticana y como solo párroco de barrio es capaz. Desde el diálogo directo. Aquello robusteció el callo que ya traía de casa y que ahora no cae en saco roto, cuando tendrá que conciliar con el actual Gobierno de coalición ya tiene su calendario listo para aprobar la ley de eutanasia, la reforma educativa que arrincona a la religión y cuestiona a la escuela católica, los cambios de la fiscalidad eclesial y la resignificación del Valle.
Moncloa va a ir adelante sí o sí. Pero, por los avisos a navegantes lanzados, no quiere hacerlo desde la imposición. Busca el diálogo. Y con Omella tendrán a un negociador sano. Un cometido que tendrá algo de martirio para él, en tanto que en alguna que otra sacristía todavía se considera que sentarse con un socialista a negociar es pecado por la vía de la claudicación. Sí, inevitable acordarse de Tarancón.
No es Tarancón
Omella no es Tarancón. Nunca ha pretendido serlo. No porque no le falte personalidad ni capacidad de liderazgo. Simplemente porque es otro tiempo. Porque esto no es la Transición, pero se afrontan desafíos todavía aún más complejos y la Iglesia podría estar llamada a jugar un papel más que significativo si permanece al quite de los “signos de los tiempos”.
Conciliador, pero no ingenuo. Sabe moverse lo mismo en una sacristía, en un salón del Ayuntamiento de Colau que entre los tenderos del mercado de Santa Caterina. Con la misma soltura y fineza entre los independentistas que entre los españolistas. Y sabe lo que cuesta un café y un billete de metro.
Difuminar fronteras
Experto en difuminar fronteras y relajar tensiones. No en vano nació en Creta, a siete kilómetros de la provincia de Tarragona. Turolense de tierra aragonesa donde se venera a la patrona de España, siempre se ha manejado en un catalán que ahora ha reforzado. Como su italiano. Mano izquierda. Pero también derecha. No le tiembla el pulso cuando una crisis se avecina, cuando toca plantarle cara a los abusos sexuales o se ve obligado a ejercer de TEDAX púrpura detonar minas de forma controla que le colocan al paso.
De puertas para adentro, le toca acelerar el aterrizaje de las reformas papales en un territorio al que el papado de Bergoglio le pilló con el pie cambiado. Cardenal de Francisco, tiene hilo directo y confianza ganada por méritos propios. Con esa impronta de Iglesia en salida, se le encomienda recuperar la conexión con la sociedad en general y el ciudadano de a pie en particular que tiene alergia a lo institucional y recelos ante una Iglesia que consideran alejada de su realidad, con un poso de juicio y condena que hoy no cuadra. Pero también por un recambio generacional en un Episcopado de avanzada edad que precisa buscar cabezas con olor a oveja para más de una docena de mitras. El cardenal Blázquez ha puesto los pilares y a Omella le toca terminar de levantar un edificio sinodal que dista en fondo y forma de las fortificaciones eclesiales de décadas pasadas.
Contra el hambre
Para hacerse una idea, cuando otros se echaban a las calles para abanderar las manifestaciones contra el aborto y el matrimonio homosexual, Omella se hacía presente en las concentraciones contra el hambre. Ayer y hoy. Este pasado domingo, mientras unos apuraban las horas para agenciarse votos presidenciales, él llenaba la basílica de la Sagrada Familia para que sus fieles escucharan al obispo de Bangassou, Juan José Aguirre, el héroe de los últimos en República Centroafricana. Una impronta misionera que al hoy cardenal le llevó hasta Congo de la mano de los padres blancos.
El nuevo líder de la Iglesia española tiene equipo en Barcelona. Convive bajo el mismo techo con sus dos obispos auxiliares y su secretario. Desayunos compartidos en los que alienta en Toni Vadell y Sergi Gordo, a los que sabe delegar. Una fórmula que ha secundado en Madrid Carlos Osoro, con quien habla sin intermediarios ni protocolos. De igual a igual. Además, Omella se ha trabajado una curia diocesana autónoma donde se combina profesionalidad con impronta evangelizadora.
En Añastro, sede de la Conferencia, tampoco tendrá que empezar desde cero. Tan solo limpiar algún rastrojo. El presidente saliente le deja en la secretaría general a su obispo auxiliar en Valladolid. Un año y medio de asumir el cargo a Luis Argüello se le valora por su inteligencia, eficacia y talante en la Casa de la Iglesia, lo que le facilitará a a Omella no tener que estar pendiente en el día a día de la fontanería.