Acabamos de saber que el papa Francisco ha reconocido el milagro atribuido a la intercesión del papa Juan Pablo I –la curación extraordinaria en 2011 de una niña de 11 años en Buenos Aires–, de forma que se abre el camino hacia su beatificación.
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Este Papa, que eligió la palabra humilitas para su escudo episcopal, que vivió con sobriedad y se mostró siempre sensible a la cuestión social, y cercano y comprometido con los pobres y los marginados, en una dolorosa huelga en Marghera (Venecia) comentó con nitidez: “Hacer alarde del lujo, despilfarrar el dinero, negarse a invertirlo, robarlo en el extranjero, no solo constituye insensibilidad y egoísmo, sino también puede convertirse en provocación y acumular sobre nuestras cabezas lo que Pablo VI llama ‘la ira de los pobres’ con consecuencias imprevisibles”.
Como bien sabemos, en los cargos públicos no importa tanto la cantidad como la calidad y el ejemplo. Pueden durar mucho y ser vacíos, o poco y ser significativos. “Es bueno y no aburrido”, comentaron los fieles al conocerlo. Descubrieron enseguida su sencillez, su capacidad de acogida y su lenguaje directo, un talante que le acompañaría de por vida. La elección de su nombre manifestó el propósito de mantener la línea de los papas anteriores, aunque no pudo demostrar de qué manera.
Su pontificado duró el espacio de una sonrisa, y resultó suficiente en la dimensión del amor, aquel amor expresado por Pedro y que los fieles
–tanto venecianos como romanos– sintieron en su compañía. En poco tiempo mostró su sentido de la presidencia y de la acogida, sentido que le enseñó su padre, un socialista no creyente y obrero, quien le escribió una carta al seminario, carta que conservó consigo toda su vida, en la que le recomendaba: “Espero que cuando seas cura te pongas de parte de los pobres y de los trabajadores, porque Cristo estuvo de su parte”.
Rumor de asesinato
Juan Pablo I no fue una estrella fulgurante, como lo fue su sucesor, ni un profesor de teología como Benedicto XVI, sino un pastor como Pío X. Un pastor que conocía a sus ovejas con simplicidad y hospitalidad. Su pontificado veneciano señaló su estilo de gobernar, estilo cercano y entregado, que nos recuerda el de Juan XXIII, el papa que, conociendo y estimando su trabajo pastoral en Belluno, le nombró obispo de Vittorio Veneto.
Nos resulta curiosa la pobrísima idea que el pueblo cristiano parecía tener de la Curia romana, al aceptar con naturalidad la acusación de que había sido envenenado. ¿Tan tenebrosa era entre los creyentes la imagen de los cardenales y prelados romanos para que los considerasen potenciales asesinos, sobre todo, teniendo en cuenta que no había nada en las actuaciones y palabras del Pontífice que señalase malestar, resentimiento o decisiones desconcertantes? Aunque casi todo se inventó sobre la marcha, sigue apareciendo el rumor de vez en cuando.
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