PABLO D’ORS | Sacerdote y escritor
Algunas personas hemos tenido lo que se conoce como experiencia mística, un momento de contacto con un ámbito o esfera sobrenatural. El criterio para verificar la autenticidad de tales experiencias es su poder de transformación de la propia vida. El agraciado con una experiencia así no es el mismo tras la misma. Tampoco eso demuestra su carácter sobrenatural, pero le da una gran credibilidad. La primera experiencia mística que tuve –y la fundamental– fue a los 19 años y me impulsó a entrar en una congregación religiosa y a, años después, ordenarme sacerdote.
Esta experiencia espiritual se caracterizó por estos tres movimientos anímicos: sentimiento de ser reconocido y amado (existía Algo o Alguien a quien yo importaba decisivamente); necesidad de entregarme a esa Fuente de sentido que unificaba mi vida; profunda alegría. Dicho brevemente: sentimiento de ser amado, ardiente deseo de entrega y alegría del ser, no simplemente del ánimo.
No resulta difícil interpretar esta experiencia con las categorías propias de la fe cristiana: el Padre me ama; el Hijo me impele a entregarme, para ser otro Cristo para el mundo; el Espíritu infunde esa alegría del ser. El poder de la teología cristiana, sin embargo, no es tan determinante como para condicionar la experiencia misma. Quiero decir que la religión cristiana me ayudó a entender lo vivido, pero no en sentido estricto a vivirlo. Es muy probable que a lo largo de la historia hayan sido muchos los que hayan tenido una experiencia muy similar a la descrita y que no la hayan interpretado desde Cristo, sino desde otros dioses, profetas o mediadores divinos.
A propósito de Jesucristo, debo decir que en ninguna otra figura de la historia he encontrado un puente tan sublime y convincente a lo transcendente. De nadie sino de Él, he sentido que estaba realmente vivo. Y esta es la segunda experiencia mística a la que quiero referirme, claramente una explicitación de la primera: cabe amar y sentirse amado por una persona que estuvo en este mundo y que ya no vive en él. Esta experiencia sí que es genuinamente cristiana, mientras que la anterior puede vivirse desde cualquier confesión religiosa o sin ninguna.
Hay una experiencia mística más de la que quisiera dar cuenta en este escrito: la del silencio. Ser reconocido y amado, necesitar entregarse, relacionarse con Cristo y experimentar una alegría profundamente espiritual…, todo eso tiende a diluirse y hasta peligra con desaparecer si no es alimentado y revivido en el silencio interior. Tendemos por naturaleza a conservar lo vivido mediante el pensamiento y la acción. Pero ni el pensamiento ni la acción pueden mantener viva y eficiente ninguna experiencia espiritual por la sencilla razón de que las experiencias del Espíritu solo pueden mantenerse vivas por el Espíritu mismo. Rendirlo todo a Sus pies, todo sin excepción hasta la pobreza y desnudez más absolutas, eso es lo que se conoce en el cristianismo como contemplación. Y en eso se cifra la experiencia del silencio y de la meditación.
Para concluir diré que en toda experiencia espiritual hay una etapa del Padre, que es el Origen de la aventura humana; una etapa del Hijo, que es el Logos –palabra– que se entrega al mundo; y una etapa del Espíritu, que renueva la vida siempre en el silencio de la oración, único espacio-tiempo que los seres humanos reservamos exclusivamente para Dios. Mi experiencia de meditación es muy sencilla y podría resumirse en estos tres puntos:
- 1. No es una técnica, sino un arte, lo que significa que no importa tanto el método cuanto la pureza o rectitud de intención.
- 2. Basta la constancia y la simplicidad –recitar atenta y amorosamente un mantra– para que se produzcan unos efectos sorprendentes, que, sin embargo, no hay que buscar ni esperar.
- 3. Esos efectos no se perciben casi nunca en la meditación misma, sino en la vida cotidiana, y son: lucidez, coraje y benevolencia, es decir, claridad mental, libertad en la acción y compasión hacia el género humano.
Quien así vive, experimentará la alegría del ser a la que más arriba he hecho referencia. Valgan estas pocas palabras como testimonio de mi humilde pero rotunda experiencia de hijo de Dios.
En el nº 2.927 de Vida Nueva
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