Tribuna

La banalidad del bien en una sociedad líquida: en los 60 años de ‘Eichman en Jerusalén’

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Los sociólogos insisten en que hemos construido y estamos construyendo una sociedad cada vez más banal, más vacía, más consumista de evasiones. Tal vez siempre lo haya sido, pero antes se intentaba disimular, se consideraba un hecho negativo, mientras que ahora no hay ningún empacho en aceptar la banalidad.



Es una banalidad que abarca muchos aspectos y que se ha infiltrado en el sistema circulatorio de la vida social, aunque probablemente no tenga ese carácter peyorativo que, a priori, pueda parecer, pues el ser banal no deja de ser una opción más de las muchas que ofrece la existencia humana.

Es un hecho que, en las nuevas generaciones de ciudadanos occidentales, en general, aumentan las actividades banales; no hay más que fijarse en la forma en que reciben la información, siempre en exceso, pero de forma muy ligera, procesan cantidad de información en soportes de fácil asimilación: en audio o en pantalla, con mensajes cortos, que apenas requieren esfuerzo intelectual, o a través de las redes sociales, que suelen ser el mayor canto que se ha inventado a la banalidad.

Las generaciones emergentes actuales huyen de la prensa y, en particular, de los artículos largos; les basta, en el mejor de los casos, con leer titulares, aunque, naturalmente y gracias a Dios, hay honrosas excepciones.

La sociedad de la banalidad

Esta banalidad se plasma en el ‘usar y tirar’ que tanto se está instalando en la nueva sociedad: se utiliza ropa de usar y tirar, comida de usar y tirar –léase comida instantánea en abundancia, con cantidad de sobras que acaban en el contenedor de basura–, muebles de usar y tirar… hasta parejas de usar y tirar; la vieja costumbre de parejas bastante estables está dando paso a numerosas y sucesivas parejas de duración efímera y escaso compromiso.

Si se contempla críticamente el conjunto de valores de nuestra sociedad, llama la atención que las redes sociales construyen la vida como una sucesión de banalidades, sin gran apego por casi nada y con una gran dosis de provisionalidad, pensamiento Ikea y por extensión, a los afectados por esta corriente ideológica, generación Ikea. Y daba a entender con este símil mueblístico la preferencia de estas generaciones por lo inmediato, sin planteamientos de futuro ni de permanencia, a lo cual, sin duda, colabora la provisionalidad de buena parte de los trabajos y los sueldos de la actual clase trabajadora, que no permiten proyectos estables de futuro, aunque tampoco me parece suficiente motivo para abrazar esa banalidad generalizada en la que está inmersa la sociedad.

Insisto en que, cuando se habla aquí de banalidad, no se hace de forma peyorativa –uno ya tiene edad suficiente como para no dar consejos a nadie sobre la manera de conducir su vida– sino como una constatación, mezclada con sorpresa, de que los hábitos, sobre todo intelectuales, están cambiando y que el antiguo valor del esfuerzo y de la sólida formación está dando paso a la cultura de la mente si ideas ni valores, a la exaltación de la liviandad y de la ligereza… a la cultura de la banalidad.

Zygmunt Bauman y la ceguera moral de la cultura

Cuando se habla de “banalidad”, un referente obligado es el sociólogo Zygmunt Bauman. El 9 de enero de 2017 falleció en su casa de Inglaterra el sociólogo de origen polaco a los 91 años. Desde su punto de vista, lo que denomina la “modernidad líquida” –como categoría sociológica– es una figura del cambio y de la transitoriedad, de la desregulación y liberalización de los mercados.

La metáfora de la liquidez –propuesta por Bauman– intenta también dar cuenta de la precariedad de los vínculos humanos en una sociedad individualista y privatizada, marcada por el carácter transitorio y volátil de sus relaciones y por unos principios éticos inciertos. El amor se hace flotante, sin responsabilidad hacia el otro, y se reduce al vínculo sin rostro que ofrece la realidad virtual. Surfeamos en las olas de una sociedad líquida que puede licuar incluso a las religiones.

Tal como han apuntado los comentaristas, la modernidad líquida es un tiempo sin certezas, donde los hombres que lucharon durante la Ilustración por poder obtener libertades civiles y deshacerse de la tradición descubren la falta de certezas. Esta humanidad moderna se encuentra ahora con la obligación de ser libre asumiendo los miedos y angustias existenciales que tal libertad comporta. Por eso, ahogarse en un océano de banalidad es la solución inmediata para sobrevivir.

La modernidad líquida

Este es el sombrío panorama que nos describe Bauman. Este es ahora muy conocido por acuñar el término, y desarrollar el concepto, de la llamada modernidad líquida. Tal difusión ha tenido este término que, junto con el también sociólogo Alain Touraine, Bauman fue ganador del Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades en 2010.

El último de sus libros traducidos al castellano, ‘Ceguera Moral’, insiste más aún sobre las consecuencias extremas a la que puede llevar la modernidad líquida: a la pérdida del rumbo moral, a la ausencia de unos principios éticos de validez universal y perenne que den cierta solidez al edificio de las sociedades occidentales.

Pero, ¿qué lugar puede ocupar la experiencia religiosa en este contexto? Si las religiones suelen ofrecer fortaleza y seguridad, ¿qué se puede esperar en la época de la modernidad líquida? ¿Abre Bauman alguna posibilidad? ¿Hay brotes de un posible retorno de lo religioso (como apuntaba José María Mardones hace muchos años) en un mundo deseoso de certezas? Los últimos escritos del recientemente fallecido Gianni Vattimo (19 de septiembre 2023) parece abrir esta posibilidad.

Hannah Arendt

Hannah Arendt

Un 14 de octubre de 1906 nacía una de las figuras más relevantes de la filosofía política alemana del siglo XX que teorizó sobre la ‘banalidad del mal’. Hannah Arendt, nacida Johanna Arendt (Linden-Limmer14 de octubre de 1906 – Nueva York4 de diciembre de 1975) fue una escritora​ y teórica política​ alemana, posteriormente nacionalizada estadounidense, de religión judía y aunque ella no se hacía llamar como tal, puede ser considerada como una de las​ filósofas más influyentes del siglo XX.

En un ensayo de Luis H. Rodríguez (2019) se sintetizan algunas de las propuestas de Hannah Arendt: la tesis sobre la que descansa la reflexión de la filósofa es ‘La banalidad del mal, Hannah Arendt y por qué se permiten atrocidades’. La obra más conocida de Hannah Arendt es ‘Eichman en Jerusalén’.

Hagamos historia: tras el final de la Segunda Guerra Mundial, Adolf Eichman, el que fuera responsable de la logística para la organización y distribución de los campos de concentración, huyó a Argentina para evitar un Tribunal de Guerra.

Finalmente, en 1961, Eichman fue secuestrado y juzgado en Jerusalén, saltándose todo el derecho internacional. Entonces, ‘The New Yorker pidió a Hannah Arendt que realizara una crónica del juicio para este periódico.

Arendt redactó más tarde en 1963, el que, seguramente, sea su ensayo más conocido: ‘Eichman en Jerusalén’. En él, la alemana no solo describió el proceso del juicio minuciosamente, sino que se planteó una pregunta esencial: ¿por qué Eichamn no parecía malvado si, lo que había permitido y en lo que había contribuido, era a todas luces un horror?

El malvado ingenuo

Hannah Arendt ve a Eichman como una persona absolutamente normal: consciente de lo que ha hecho, nunca lo niega pero que tampoco ve nada intrínsecamente malo en los actos que ha realizado. “Cumplía órdenes de Estado”, defendía el alemán quien, además, alegaba la condición de “buen ciudadano” que cumplía aquello que se encomendaba. Y sobre esto, Arendt definió ‘la banalidad del mal’ (depende de la traducción, se puede encontrar de otra forma).

En primer lugar, la banalidad, en tanto que es poco trascendente, no lo sitúa sobre el hecho que “es horrible”, sino sobre el por qué Eichman lo permite o contribuye a ello. Para Hannah Arendt, el que el acusado no sustente sus actos en fuertes convicciones ideológicas o morales resulta, incluso, más aterrador que el mismo hecho en sí. ¿Por qué una persona normal, que ni es malvada ni tiene mayores pretensiones que las de cumplir órdenes, se involucra en tamaña maldad?

Por una incapacidad de juicio. Hannah Arendt distingue entre conocimiento y pensamiento; el primero es la acumulación de saberes y técnicas, la conceptualización de lo aprendido mientras que el segundo lo define como una suerte de constante diálogo interno en el que, en la íntima soledad, uno juzga sus propias acciones. Eichman carecía de “pensamiento”, o al menos no lo ejercitaba mientras orquestaba el traslado de miles de judíos para ser ejecutados. Esto lo situaba como un “nuevo agente del mal” que, sin parecerse en nada a los más convencidos ideológicamente, se entremezclaban en una masa desideologizada y sin reconocimiento que contribuye (activa o pasivamente) al “horror”.

El peligro no es constante

Hannah Arendt distingue – dentro de la incapacidad del juicio – entre tres grupos: los nihislitas, que con la creencia de que no hay valores absolutos se sitúan en las esferas de poder; los dogmáticos, que se aferran a una postura heredada; y los “ciudadanos normales”, similar al hombre-masa que estableció Ortega y Gasset, el grupo mayoritario que asume las costumbres de su sociedad como “buenas” de una manera acrítica.

Todos los grupos carecen del pensamiento definido por Hannah Arendt. La alemana defendió que el nazismo se alimentó, y fue alentado, por estos tres grupos, lo que permitía que el grueso del país pudiera realizar los “horrores” contra la Humanidad.

Aun así, Hannah Arendt explica que esta ausencia de diálogo interno no es un mal de por sí y menos aún conlleva ningún acto, a priori, malo. Es en situaciones extremas, como el auge y establecimiento del nazismo en Alemania, en las que esta banalidad del mal reluce como complicidad e incluso simpatía con los “horrores”.

Las condiciones humanas: Hannah Arendt y la banalidad del mal

Discípula de Heidegger y Karl Jasperts, el pensamiento de Hannah Arendt se puede acercar al pensamiento del existencialismo moderno. En su obra más representativa (entre otras), ‘La condición humana’, la pensadora alemana realiza un estudio sobre el estado de la humanidad en los tiempos que le son dados.

Arendt define la “condición humana” como aquello que le determina, negando la “naturaleza humana” como primer referente. Hannah Arendt destaca “tres actividades fundamentales” sobre las que se irgue esta condición: labor, trabajo y acción; todas ellas englobadas en el concepto vita activa”.  Cada una de estas corresponde a una condición: biológica, mundana y pluralidad.

La labor (actividad de lo biológico) es aquello que, en resumen, se refiere a las necesidades más básicas del individuo (comer, reproducirse…); el trabajo (actividad de lo mundano) es una creación autónoma que puede estar evocada a fines que no son propios de la vida; y la acción, que es la actividad de la pluralidad, la sitúa como la más humana de todas. Esta acción es el ejercicio pleno de la existencia y de la libertad de la persona que solo se presenta como “se actúa” y que es la causa de la actividad política.

La banalidad del bien

En un ensayo de Diego S. Garrocho, (ETHIC, 8 septiembre 2021) apunta que, de forma opuesta (pero simétrica) al concepto esbozado por Hannah Arendt, podríamos reconocer una cierta sencillez en la calidad moral de aquellos que ejecutan acciones heroicas.

En muchas ocasiones –probablemente en casi todas– la virtud arraiga en biografías modestas y sencillas en las que el cumplimiento de una vida lograda se agota y se resume en el anonimato de una excelencia silente.

La Generación Gloriosa no lo fue solo por albergar a los combatientes y heroínas de la II Guerra Mundial sino que, muy previsiblemente, aquella calidad singular se materializó también en círculos perfectamente íntimos y domésticos. Hay, qué duda cabe, una dignidad irrenunciable en la virtud secreta.

La banalidad del bien no atañe, sin embargo, a la condición modesta de su ejercicio, sino al modo en que, en demasiadas ocasiones, malbaratamos su dignidad. A falta de que alguien pudiera resolver la condición sustantiva de la virtud o la excelencia, son demasiados los lugares en los que el compromiso ético se exhibe de una forma casi pornográfica.

La espectacularización de la moral contemporánea se presenta como el último desarrollo del diagnóstico de Guy Debord. Hemos cancelado las fuentes clásicas de sentido –la tradición, la religión y la costumbre– para mercantilizar algunos de los fuegos sagrados que en otro tiempo nos sirvieron de inspiración rectora para el gobierno de la vida y la custodia de lo humano.

Hoy podemos adorar a un cantante o a una gimnasta para, posteriormente, exhibir una escandalosa decepción cuando se demuestra lo que por otro lado era de suyo irrefutable. Somos ese tipo de animal que estampa parches contra el racismo en las camisetas de fútbol mientras aguardamos la celebración del mundial en un emirato absolutista.

Aunque el narcisismo epocal de nuestro tiempo nos obligue a sentirnos singulares, es más que probable que el festival cosmético de valores y principios no sea más que un vestigio barroco aún hoy reconocible en nuestro tiempo. Lo importante, después de todo, siempre ha sido ser el que más llora en el funeral y el que más ruidosamente se escandaliza con lo que toca en cada momento; y que nos vean. Los banales, me temo, somos solo nosotros.

Fuentes

  • ARENDT, Hannah; Eichman en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, Editorial Lumen, 2003, Barcelona.
  • ARENDT, Hannah; La condición humana, Ediciones Paidós, 2003, Barcelona.
  • ARENDT, Hannah; Sobre la violencia; Alianza Editorial, 2005, Madrid.
  • ARENDT, Hannah; Sobre la revolución, Alianza Editorial.
  • SÁNCHEZ MUÑOZ, Cristina; Hannah Arendt: Los caminos de la pluralidad, artículo dentro de «Derechis, Justicia y Globalización», publicado en el número 22-23 de la revista Intersticios en 2005.
  • Totalismo, historia y banalidad del mal, de Antonio Gómez Ramos.
  • The Hannah Arendt Center for Politics and Humanities.
  • VOLANTE BEACH, Paulo; Una antropolohía relevante: La «condición humana» desde Hannah Arendt, en el número 28 de Pensamiento educativo, pp. 85-104.