FRANCESC TORRALBA | Filósofo
Uno de los textos donde se analiza, de un modo más sugerente, la banalización del amor que se produce en la sociedad gaseosa es, justamente, Amor líquido, de Zygmunt Bauman. Pocas palabras sufren un proceso de degradación tan acelerado en la sociedad gaseosa como el término amor, especialmente en determinados productos audiovisuales.
Amar es sufrir por el otro, por su bien, por su pleno desarrollo, consiste en desear que la vida le vaya bien; pero en un contexto de incertidumbre y volatilidad como el que vivimos, no existe certidumbre alguna de que ello será así, con lo cual el sufrimiento está garantizado. Lo sabe especialmente una madre cuando da a luz.
El temor a sufrir se manifiesta en el temor a amar. El ciudadano de la sociedad gaseosa teme amar, pero también ser amado y las responsabilidades que ello acarrea. Prefiere preservar su yo desvinculado de los otros, protegido por un caparazón para no experimentar el sufrimiento de la ausencia del ser amado. Necesita, de vez en cuando, liberar sus angustias, gozar del encuentro agradable, del pequeño placer del día y de la noche, pero no está dispuesto a ir más allá.
El roce epidérmico, el contacto sin compromiso, el instante agradable son formas sucedáneas de amor que evitan el sufrimiento, pero, ¿se pueden denominar formas de amor en sentido estricto?
Basta contemplar la cultura de masas para percatarse de que el vocablo amor es una de las palabras que sufren una reducción más significativa de su rico contenido. Se reduce a puro sentimentalismo, a atracción pulsional o a reacción bioquímica. Desde la neurociencia, se explica como una larga secuencia de procesos fisiológicos que tienen su punto de partida en la sensibilidad y que producen una alteración de la vida neuronal y del ritmo cardíaco. El romanticismo se desvanece, como también se esfuma la idea de fidelidad y de donación gratuita. Son conceptos que están fuera de mercado, palabras prohibidas en la sociedad gaseosa.
El amor queda, así, reducido a un sentimiento volátil que muta y se transforma, que no puede, de ningún modo, vincularse a la voluntad ni a la inteligencia. Dado que es imposible anticipar lo que voy a sentir mañana, el próximo año o los próximos diez años, no puede comprometerme indefinidamente con alguien, ni con ningún proyecto, porque el amor gaseoso es leve como el aire, depende del feeling. Es algo que se siente, que toca el corazón, pero que no puede convertirse en decisión libre y, menos aún, en proyecto vital.
En este contexto de banalización del amor, subsisten ciertos vínculos que, a pesar de la volatilización del mundo, permanecen como vestigios de un mundo sólido. El amor materno-filial, por ejemplo, es una expresión de ello. El mismo Zygmunt Bauman lo reconoce. Más allá de las excepciones, es un vínculo que supera la prueba del tiempo, que se traduce en múltiples sacrificios y dones, que trasciende la esfera de lo sensitivo y de lo placentero y que persigue como último fin el bien integral del hijo.
Este tipo de amor se relaciona estrechamente con la categoría de la incondicionalidad. El hijo es amado por su madre sin condiciones, más allá de sus características físicas e intelectuales, de sus aciertos o desaciertos, de sus logros y fracasos. Esta entrega incondicional es algo que conmueve y desorienta al ciudadano de la sociedad gaseosa, porque evoca un tipo de relación que no tiene paralelismo con lo que halla en el mercado digital.
En el nº 2.991 de Vida Nueva