En la obra ‘El idiota’, de Dostoyevski, el príncipe pregunta cuál será la belleza que salvará al mundo, y Dostoyevski le contesta: “Cristo, no hay otra belleza en el mundo que pueda salvarlo, sino nuestro Señor Jesucristo”.
En un mundo como el nuestro, no podemos ser tan categóricos como Dostoyevski, porque, para ver la belleza como él la plantea, no nos basta con la buena fe. Se sabe que la belleza es como un misterio o una llamada a lo eterno. Es una invitación a gustar de la vida, a soñar el futuro y apreciar lo que nos rodea. Sucede que lo bello suscita en las personas esa incansable búsqueda de lo trascendente. Juan Pablo II, en su carta a los artistas (abril, 1999), nos propone a Dios como fuente y culmen de la misma belleza. Pero, ante la banalización de lo cotidiano, esta máxima aún no encuentra su eco. Cada vez cuesta más encontrar ¡qué cosas contemplar! y que ese ‘contemplar’ perdure en el tiempo como un acto sublime e imperecedero. En pleno siglo XXI, tenemos la sensación de que todo lo hemos visto, experimentado, palpado, y ya nada nos sorprende. En pocas palabras, no hay imágenes que la lente de la curiosidad y de la imaginación no haya captado.
Nadie duda de que tanto el Moisés como el ‘David’ de Miguel Ángel son obras que traspasan el calificativo de lo ‘hermoso’, solo les falta hablar. En este itinerario de la belleza, no puedo dejar de mencionar la majestuosa catedral de Barcelona, ‘La Sagrada Familia’, de Gaudí, los frescos de la capilla Sixtina ‘El Juicio Final’, de Miguel Ángel, o ‘El Cristo de San Juan de la Cruz’, de Dalí, quizá la obra más humana y humilde que se ha pintado sobre la crucifixión. No solo el arte nos ofrece un espacio para la belleza, pues es posible hallarla en otros ámbitos como la música. Desde las sinfonías de Beethoven: la ‘Heroica’, la ‘Pastoral’ o la ‘Quinta’; o ‘Las Cuatro estaciones’ de Vivaldi, o la ‘sinfonía Nº 40’ de Mozart hasta deleitarnos con ‘El Bolero’ de Maurice Ravel. Piezas musicales que han dejado ese atisbo de grandeza y de trascendencia, que elevan el alma a una dimensión distinta de lo habitual. Entiendo que, en el terreno de la subjetividad, muchas cosas que para algunos son lindas, para otros no lo son tanto. No obstante, estas ‘obras’ tienen la particularidad de que han repercutido y permanecido en el tiempo. Pudieron despertar ese hálito de sosiego para el espíritu y pocos escaparon a su real belleza.
En este sentido, no hablo solo de lo estético, sino también de la capacidad de los seres humanos para ir a lo profundo de las cosas o de las personas. Pareciera ser que hoy el goce y el disfrute es el pan de cada día; en cambio, el saber ‘contemplar’ queda para los días feriados y de ocio. Estamos siempre viendo el vaso vacío, pero no cuando se llena, ni menos cuando hacemos de él una auténtica obra de arte. ¿Qué es lo que puede dar entusiasmo y confianza al alma humana para que vuelva a soñar una vida bella? Sabemos que la experiencia de lo bello, de aquello que no es efímero ni superficial, no es accesorio o algo secundario en la búsqueda de la felicidad; no nos distancia de la realidad, sino que nos lleva a afrontar de lleno la vida cotidiana. Nos aparta de la oscuridad y nos conduce hacia una vida con más luz y sentido.
Nacer a lo nuevo
Muchas veces, los avisos publicitarios nos engañan diciéndonos que los estereotipos de la belleza se centran en modelos top, llenos de juventud y lozanía, que no dan lugar a otras formas de belleza. Entonces, ¿vamos a afirmar que la ‘juventud’ es el exclusivo estereotipo de lo bello? ¿Por qué no pensar que también existen otros tipos de bellezas y que en rigor esos cánones son implantados por una cultura del cuerpo y de la apariencia? Por eso, la belleza que postulamos no es la de la propaganda ilusoria y falaz, superficial y cegadora hasta el aturdimiento. Es necesario sacar al hombre y a la mujer de sí y abrirles horizontes de verdadera libertad. Lo que se nos propone es una belleza seductora pero hipócrita, que estimula el apetito, la voluntad de poder, de poseer, y que se transforma, rápidamente, en lo contrario, asumiendo los rostros de la trasgresión o de la provocación en sí misma.
Hoy más que nunca, la vida nos brinda la oportunidad de vislumbrar la belleza en lo cotidiano y simple de las cosas. No se trata de desconocer la belleza física como “el cuerpo”, que, sin duda, es algo agradable y placentero de admirar. Tampoco podemos conformarnos con lo “estético”, puesto que, para contemplar lo íntimo y profundo, es necesario mirarlo con los ojos del corazón. Si los artistas son ‘los guardianes de la belleza’, que gracias a su talento han podido hablar al corazón de la humanidad, tocando la sensibilidad colectiva e individual, suscitando sueños y esperanzas, entonces, ¿qué nos falta a los que no somos artistas para saber contemplar? ¿En qué cosas podemos inspirarnos para ser algo más que un mero espectador? Quizás el saber nacer de nuevo nos lleve a ver lo bello en aquellas cosas que, en algún momento de la vida, nos hicieron reír, emocionar, alegrar, apasionar o llorar, y, verdaderamente, se constituya en el antídoto que despierte nuestra imaginación y creatividad dormidas. La vida se desprende entre nosotros como en un destello de imágenes que quisiéramos volver a vivir y rememorar. ¡Cuántos instantes ‘bellos’ han conmocionado nuestro corazón, y aún no hemos sabido ver que fueron unas verdaderas obras de artes!