El terrible terremoto que ha asolado amplias zonas de Turquía y Siria es probablemente una de las mayores tragedias que hemos sufrido durante este siglo. En medio del panorama desolador que estamos contemplando estos días, como estudioso del primer cristianismo, me ha llegado al alma la devastación total de la ciudad de Antioquía de Siria. Grande entre las grandes, esta urbe tuvo para los primitivos cristianos una importancia excepcional, como quizá ninguna otra ciudad.
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En ella se escribió el que –según el sentir de algunos historiadores– es el libro más importante de la historia de la humanidad: el evangelio de san Mateo. Aquí también arrancó la misión a los paganos en la época de Bernabé y Pablo. Y, finalmente, fue el escenario de la fundación de la escuela teológica de Antioquía, muy influyente en el desarrollo del cristianismo posterior.
El evangelio de san Mateo
De los cuatro evangelios canónicos, es el más completo. Con fuentes como el evangelio de Marcos, el protoevangelio de dichos Q y material propio, un maestro de Antioquía compuso hacia el año 80 en su ciudad este libro único, que ha mantenido una importancia excepcional desde entonces.
El autor se perfila un autorretrato en Mt 13, 52: “Un escriba que se ha hecho discípulo del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando de su tesoro lo nuevo y lo antiguo”. Pertenecen a esta obra tres textos decisivos: el Sermón de la Montaña, la versión más completa del Padrenuestro y la Pasión y Muerte de Jesús con mayor información.
La ‘missio ad gentes’
La primera fase del cristianismo, sobre todo la que se desarrolló en la época de Jesús, se mantuvo entre los judíos. Jesús fue un judío que predicó la Buena Noticia del Reino entre sus paisanos, y solo en contadas ocasiones abrió la misión a los paganos. Es en la época de Bernabé y Pablo, hacia los años 50, cuando “los seguidores del camino” se extienden por las ciudades del Imperio romano. Le cabe a Antioquía el honor de haber sido la primera ciudad en llevar el cristianismo a localidades paganas de muy distinto signo, y el lugar donde se empezó a llamar “cristianos” a los discípulos creyentes (Hch 11, 26).
Los cristianos sin ascendencia judía tenemos, pues, una deuda eterna con esta ciudad, que nos abrió a los paganos las puertas del mensaje del profeta de Nazaret. Primero, fueron los esfuerzos de Pablo y sus discípulos; más tarde, los propios de otras escuelas de renombre. Todas juntas, en unidad y diversidad, abrieron a los distintos pueblos un cristianismo que fue dando sus frutos a medida que iban pasando los tiempos.
La escuela de Antioquía
Ya en el siglo II, empezaron a formarse una especie de universidades cristianas, que reflexionaron sobre la Trinidad, Jesucristo, la Iglesia y la salvación. Tuvieron la máxima trascendencia en aquellos tiempos de gran empuje eclesial. Las dos escuelas más famosas y vivas fueron las de Antioquía y Alejandría. Ambas confesaban a Jesucristo como verdadero Dios y verdadero hombre, afirmando su divinidad y su humanidad. Lo que resultaba más difícil era cómo compaginarlas en la única persona del Hijo del Padre, o si se quiere, del Verbo.
La escuela de Antioquía ponía el acento en la humanidad; la de Alejandría, en la divinidad. Teodoro de Mopsuestia (Antioquía, c. 350-428) y Orígenes de Alejandría (c. 184-253) fueron sus dos grandes maestros. Se tardarían siglos hasta dar con una solución definitiva, que, bajo la influencia del Espíritu, tuvo su máxima expresión en el Concilio de Calcedonia (año 451).
Así fue de gloriosa Antioquía en los primeros siglos del cristianismo, antes de pasar a estar bajo influencia islámica. La comunidad internacional, sobre todo la cristiana, tiene que hacer todo lo posible para que se reconstruya esta inolvidable ciudad para los seguidores de Cristo.