“La verdadera seriedad aparece, en rigor, solo cuando un hombre con idoneidad, contra su deseo, es obligado por algo superior a asumir la tarea, es decir, con idoneidad contra su deseo”, estas palabras son escritas por Soren Kierkegaard, filósofo danés, en su libro ‘El Instante’.
Estas palabras del filósofo existencialista parecen describir pormenorizadamente el espíritu que animó siempre a Antonio Rosmini, no solo en su proceso de fundación del Instituto de la Caridad, sino en su práctica obediente del Evangelio bajo la orientación materna de la Iglesia Católica.
Sus virtudes fueron forjadas a fuego lento, pero intenso, con oración constante y profunda, pero también con trabajo intelectual y vocación de servicio a toda prueba. Hombre de principios éticos y morales intachables cuya bitácora de viaje podemos encontrar en los discursos conocidos como ‘Cadena de Oro’. Discursos que no solo revelan los tesoros que guardaba Rosmini en su corazón, sino que van a ser la orientación espiritual de quienes serían los responsables de llevar los destinos del Instituto de la Caridad. Fueron escritos entre 1839 y 1855.
Los primeros discursos
El primero de ellos es sobre ‘El Ejemplo de Jesús’ (1839), el segundo es sobre ‘La Justicia’ (1844), el tercero tiene como tema central ‘La Voluntad de Dios’ (1847), el cuarto es sobre ‘La Caridad’ (1851), el quinto discurso gira en torno a ‘El Sacrificio’ (1852), este discurso no fue culminado; así como el sexto del que solo se tienen apuntes y cuya centralidad se concentra en ‘La Visión de Dios’ (1855). Discursos que, más que una cadena de oro, vienen a ser como manantial fresco que regará las semillas de quienes desean brotar en amor, sacrificio y entrega a los demás.
A los pies de la imagen del Crucificado, Rosmini habla a los profesos sobre ‘El Ejemplo de Jesús’, partiendo de lo que el Evangelio según San Mateo señala: “El discípulo no es más que su maestro, ni el siervo más que su señor” (10, 24). Se trata de un discurso en el cual, Rosmini, define cuál será la estrella que orientará en todo momento el espíritu del Instituto y de los que se relacionen con él.
El discurso sobre La Justicia lo desarrolla Rosmini a partir de un versículo del libro de los Salmos, el 117, 19, concretamente el que dice: “Ábranme, pues, las puertas de justicia – para entrar a dar gracias al Señor”. El tercer discurso está dedicado a ‘La Voluntad de Dios’, que parte del versículo del libro de Números 9, 23, en el cual se expresa cómo los israelitas “a la orden del Señor acampaban y a la orden del Señor se ponían en marcha. Respetaban la orden del Señor comunicada por Moisés”.
Los últimos tres discursos
El cuarto discurso está dedicado a ‘La Caridad’ y se desgaja de la Carta a los Efesios (3, 17 – 19), en la cual San Pablo escribe que “…estén arraigados y cimentados en el amor, de modo que logren comprender, junto con todos los consagrados, la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, en una palabra, que conozcan el amor de Cristo…”.
El quinto discurso nos describe cómo, para satisfacer el deseo de vivir junto al amor, debe asumir presurosos la opción del ‘Sacrificio’. Para su desarrollo, Rosmini vuelca su mirada en el jardín siempre florido de los amantes del ‘Cantar de los Cantares’ para escuchar a la amada decir que su “amado es para mí un manojito de mirra, que reposa entre mis pechos” (1 – 13). El sexto discurso debió tener como tema central ‘La Visión de Dios’, ya que no fue culminado. De este discurso solo existen las notas que había tomado para su desarrollo. Estas parten del Salmo 4 versículo 10 que dice “Coloca a la reina a tu derecha”.
Las notas del discurso nos hablan del compromiso del cristiano con la perfección que lo acerca al espíritu que caracterizó a las vírgenes, así como a la vida beatífica del ejemplo de Jesucristo. Sin embargo, no pudo ser iniciado. Rosmini, a pesar de haber llevado una vida de santidad, no buscaba la santidad, sino que buscaba a Dios en todo. No tenía deseos de santidad, sino de Dios, quizás a ello se deba que alcanzara la bienaventuranza de una vida santa y que, por tal motivo, no estuvo exenta de calvarios en los que estaba obligado a morir para nacer en Cristo.
Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor. Maracaibo – Venezuela