No tengo fe. Viví, con la emoción de esa edad, una adolescencia y una juventud de entusiasmo religioso. Creía entonces en un Dios de justicia y de igualdad, en una religión generadora de virtudes personales, en un Evangelio como fuente de emancipación humana. Tradición religiosa, educación cristiana y una Iglesia abierta a la protesta antifranquista de aquellos años sesenta me acogieron bajo sus faldas para darme formación, amigos, conciencia y argumentos, motivación moral en aquella juventud reprimida y limitada en tantas cosas, al tiempo que rebosante de tantas otras, como plena de ilusiones y esperanzas.
Viví entonces la fe. Creí en un Dios alfa y omega de la vida, en un Dios protector y exigente, referencia moral de mis actos y de mi conducta, espacio obligado de mi espiritualidad. Intenté ajustarme a las normas de una vida religiosa honesta, lo que no era fácil a aquella edad, y me mantuve fiel y coherente con esas creencias y sus consecuencias hasta bien entrada mi madurez.
Pero poco a poco dejé de creer en Ti. Una narración histórica incomprensible. Una explicación teológica abstracta y esotérica. Una visión del mundo acientífica e irracional. Una pluralidad de fes y de vivencias religiosas tan antagónicas como irreconciliables dentro de la misma Iglesia. Una Iglesia oficial y jerárquica alejada y distante, amiga de mis enemigos. ¡Tantas cosas! Pero, sobre todas ellas, lo que me alejó de Ti fue la política. No, no digo la política tal como la conocemos hoy, con sus estructuras orgánicas y administrativas, con sus cargos representativos y toda la liturgia que acompaña a la democracia.
Militancia antifranquista
No. Hablo de la política en su estado puro. Hablo de la militancia antifranquista de finales de los sesenta, el sindicalismo en la fábrica, la épica de las actividades clandestinas, la cárcel, la solidaridad, el panfleto, la pegatina, la multicopista, la reunión secreta, las manifestaciones por la libertad y los derechos humanos. Hablo de una fuerza irresistible cargada de justicia y de emoción para superar la España franquista, la Euskadi oprimida y la justicia pisoteada.
Allá por el sesenta y ocho, cuando yo tenía veinte años, la política y el sindicalismo empezaron a ocupar mi corazón, es decir, mis inquietudes, mis aspiraciones, mis nuevas referencias morales. Eran cosas palpables, comprensibles, necesarias, como los sindicatos, los derechos, la democracia. Era un proceso que evolucionaba en un discurrir irrefrenable hacía el fin de la dictadura y el amanecer de la libertad y la democracia. Era la solidaridad en su máxima y más emocionante expresión, como cuando había que parar la fábrica en el Proceso de Burgos contra el fusilamiento de los condenados por el tribunal militar. Todo eso me atrajo y me comprometió para siempre.
Pero nunca dejé de pensar en el cristianismo como referencia moral y compromiso. Respeté sus enseñanzas y reconocí a quienes, desde su fe, proclamaban ideales de justicia y trabajaban honrada y desprendidamente por los demás. Es más, encontré más y mejores socialistas que en mi propia casa en aquellos voluntarios cristianos que, desde un compromiso evangélico profundo y auténtico, ejercían la solidaridad con los parados, con las familias desestructuradas, con los enfermos de sida o con los jóvenes que habían fracasado en la escuela. Cristianos jóvenes trabajando por la paz, por el desarrollo del Tercer Mundo, luchando contra la exclusión y educando a quienes más lo necesitaban. Ahí volví a encontrarte.
Compromiso evangélico
Te encontré en mis amigos socialistas cristianos o cristianos socialistas, con los que tendí puentes para unir dos conceptos y dos mundo afines y complementarios, absurdamente separados por la historia española y por un siglo xx de enfrentamientos y desencuentros entre izquierda e Iglesia o, quizá mejor, entre Iglesia e izquierda. Te encontré en multitud de compañeros que se acercaron al partido por su fe y que militan en la izquierda de muchos países como consecuencia de su compromiso evangélico.
Te encontré en países pobres en forma de teología liberadora. Te encontré en barrios marginales en forma de múltiples organizaciones que prestan sus brazos al Estado del bienestar y ejercen la solidaridad personal con un sacrificio desconocido en estos tiempos de individualismo y consumismo egoísta.
Te encontré, pero sigo sin verte. Las mismas dudas de entonces. La misma incapacidad para comprender tu relato histórico. La misma perplejidad ante la abstracción de la fe. Sigo amarrado al realismo de la sociedad que me rodea. Angustiado ante las nuevas necesidades. Motivado por nuevas exigencias desde la misma aspiración de justicia y de cohesión social en la libertad.
No te veo, pero te tengo por un aliado. La alianza personal que he tejido estos últimos años con uno de los tuyos. Uno de los mejores, Carlos García de Andoin, querido y admirado amigo de quien tomo prestada su espléndida cita de Weber y Bobbio: “Entre la maldita costumbre de la Biblia de ponerse del lado de los pobres (Max Weber) y la estrella polar de la izquierda, la igualdad (Bobbio), no solo hay compatibilidad, sino una gran afinidad”.
Los viejos conceptos de libertad, igualdad y fraternidad que configuran el universo cultural del socialismo nacieron del humanismo cristiano, de una convergencia prepolítica entre nuestros dos mundos. El socialismo de hoy necesita una sociedad educada en esos mismos valores, en esa concepción desprendida del buen samaritano, en esa actitud solidaria del voluntario cristiano, en esa aspiración profunda de paz y tolerancia que emerge del Evangelio. Esa moral cívica siempre será la base cultural del socialismo. Por eso, otro admirado amigo de la doble militancia cristiana y socialista, Rafael Díaz Salazar, acostumbra a decir que el cristianismo, con toda su carga de austeridad y de entrega, debe fecundar y ayudar a la renovación de la izquierda.
No soy creyente. Lo fui. Ahora soy solo socialista, pero siempre he creído que en el cristianismo hay una profunda raíz de compromiso con la justicia y con la emancipación humana.
Te deseo lo mejor.