FRANCISCO VÁZQUEZ Y VÁZQUEZ | Embajador de España
“Cuando un colegio prohíbe el Nacimiento, se están negando nuestros orígenes y deformando la verdad de nuestro pasado…”.
En las pasadas Navidades, el presidente del Congreso de los Diputados envió su felicitación a través de Twitter reproduciendo el pesebre de Belén representado en el Libro de las Horas, según el uso de Roma, perteneciente a la Biblioteca del Congreso. Inmediatamente surgió la inevitable protesta de quienes ven inadmisible que no se respete la obligada neutralidad de las instituciones al introducir un símbolo religioso que incluso diversos diputados calificaron de “ofensa”.
Supongo que, en aras de la laicidad del Congreso, la legión de ofendidos habrá solicitado que se expurgue la Biblioteca, no digo yo que quemando, pero sí al menos desprendiéndose de todos los libros, documentos y grabados con el más mínimo contenido religioso.
Si traigo a colación este dislate es solo para evidenciar este neofundamentalismo anticristiano que ha surgido en nuestro país para arrinconar el hecho religioso al ámbito de lo privado, imponiendo como única norma de convivencia una laicidad absoluta fundamentada en el relativismo imperante, donde el Estado ocupa en exclusiva la función educadora, construyendo una nueva moralidad en las relaciones sociales. Dicho más directamente: una laicidad que niega el derecho a la libertad religiosa.
Este incidente reúne todos los ingredientes para desenmascarar una estrategia muy calculada y que, las más de las veces, se oculta bajo la falacia de que lo que se pretende al intentar suprimir los símbolos religiosos es respetar el derecho a la libertad de conciencia de las personas, no imponiendo creencias de ningún tipo y consagrando el principio de neutralidad del Estado. Para ello, se ignora la Historia, se anulan las tradiciones y, lo que es peor, se niegan los principios y valores que han construido y conformado nuestra cultura y civilización occidental y europea.
Solo los necios pueden sentirse ofendidos
por una obra de arte que,
además, simboliza valores universales
como el de la paz o el amor.
La Navidad conmemora el tiempo de Jesús, y este acontecimiento ha servido a lo largo de los siglos como inspiración en la creatividad humana. La pintura y la escultura ha representado en todos los estilos las distintas escenas evangélicas que nos narran la natividad del Señor. La música ha glorificado este acontecimiento y la literatura nos ha descrito o recreado aquellos hechos de mil formas diferentes.
Pero también la tradición popular ha ido construyendo como expresión de fe y manifestación festiva de la piedad todo un conjunto de costumbres que se han asentado en nuestras vidas: villancicos, nacimientos (incluidos la mula y el buey) o las comidas propias de estos días (turrones, mazapanes…), los regalos de Reyes, etc., y son los modos y maneras que el imaginario popular ha creado para conmemorar la “noche de paz” en que nació Jesús.
Algunos buscan reducir la Navidad a un remedo de las fiestas paganas del solsticio de invierno. Están en su derecho, pero no pueden negar, ni mucho menos prohibir, la vinculación que a lo largo de los siglos tiene la Navidad con la fiesta religiosa que conmemora el nacimiento de Jesús y que, generación tras generación, ha modelado el estilo y costumbres de nuestras vidas.
El presidente del Congreso ni ofende ni impone; simplemente recoge uno de los infinitos iconos artísticos que simbolizan esas fiestas. Solo los necios pueden sentirse ofendidos por una obra de arte que, además, simboliza valores universales como el de la paz o el amor.
Cuando un colegio prohíbe el Nacimiento, o en las iluminaciones artísticas de las calles se omite cualquier referencia al cristianismo, no se está atacando a la religión, sino negando nuestros propios orígenes y deformando la verdad de nuestro pasado.
Cada uno es libre de felicitar o celebrar las fiestas navideñas como quiera, pero criticar al presidente del Congreso es tan absurdo como prohibir el árbol de Navidad porque se podría ofender a los ecologistas proteccionistas, o caer en la ridiculez de prohibir la cabalgata de Reyes porque es una manifestación pública de un acto religioso.
Cualquier persona de bien se siente orgullosa de la aportación que el cristianismo ha representado en todos los campos de la humanidad y que constituye un patrimonio común de todos, al que los creyentes añadimos el valor de nuestra fe. El único problema es que parece que en los tiempos que vivimos, la necedad no tiene límites.
En el nº 2.833 de Vida Nueva.