Parece fácil pero no lo es. Sería lo lógico, pero siempre hay algo que interfiere. Podría considerarse lo más sencillo, pero el ser humano es un especialista en tropezar varias veces con la misma piedra. Ser consecuente es don y tarea, algo que ayuda y complica, una buena manera de evaluar la vida cara a cara, sin posibilidad de engañarnos a nosotros mismos. Porque ser consecuente es algo que, fundamentalmente, depende de uno mismo, de lo más o menos sinceros y auténticos que queramos ser.
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Cuando tomamos una decisión y, al poco tiempo, cambiamos de parecer podemos decir que no hemos sido consecuentes. Ciertamente, no todas las decisiones tienen la misma relevancia y, a veces, cambiar de parecer puede llegar a ser algo positivo, tal y como recuerda el dicho: “Rectificar es de sabios”.
En una de las geniales viñetas de Quino aparecía Mafalda ofreciendo una muy buena definición de lo que implica ser consecuente: “A mí me gustan las personas que dicen lo que piensan. Pero, por encima de todo, me gustan las personas que hacen lo que dicen”. Y mirando nuestro mundo, quizás estamos muy faltos de esta consecuencia entre el pensar, el decir y el hacer.
Ser consecuentes con Dios
Podemos evaluar el ser consecuentes en una relación de pareja, con compromisos laborales, con propósitos marcados con nosotros mismos, con los demás o, incluso, con Dios. Y aunque el ser consecuente, o no serlo, forma parte de la libertad de cada uno, lo cierto es que las circunstancias o los acontecimientos pueden ayudar o dificultar. Pensemos, por ejemplo, en el contexto de cambio continuo en el que vive la Humanidad en nuestros días; pensemos en la velocidad con la que fluye la información y en la dificultad de identificar qué es verdad y qué no; pensemos en el declive de los grandes relatos y en la generalización del relativismo; o pensemos en imposiciones dadas por feroces determinismos producidos por el lugar donde nacemos o el ambiente en que vivimos.
Por todo ello es importante hacer una reflexión sobre nuestro ser consecuentes. Y el tiempo de Pascua que estamos viviendo es una muy buena oportunidad para ello. La Pascua es el paso de Dios por nuestra vida, algo que, tomado en serio, debe tener consecuencias.
La fe se puede vivir de muchas formas, más o menos ‘descafeinadas’, pero si se vive de verdad, siendo consecuentes, lleva consigo una transformación de la persona. En los relatos evangélicos que hemos leído y meditado una y otra vez durante la Semana Santa descubrimos a un Jesús consecuente que, tanto en su vida terrena como tras la Resurrección, nos invita a que, también nosotros, lo seamos. ¿No cambiaría nuestra vida, algo o mucho, si nos creyésemos de verdad lo que decimos en el Credo o en la liturgia de los Sacramentos? La Pascua, el paso de Dios por nuestra vida, no puede dejarnos indiferentes, debe tener consecuencias, hacernos consecuentes con lo que decimos que creemos.
“Del dicho al hecho hay mucho trecho” y en caminar ese “trecho” consiste nuestra vida. ¿Hasta cuándo? ¿Dónde está la meta? Recordemos lo que nos decía san Agustín: “Tú, Señor, nos has hecho para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti” (Conf. 1, 1). Ser consecuentes tiene mucho que ver con esta inquietud tan propia del cristiano que nos mueve a seguir buscando, en camino, lo que Dios quiere de nosotros. Quizás nos falte dar algún paso, esa es la tarea del ser consecuentes para acoger el don de la vida.