Hace unos días acudí a la conferencia de Cuaresma que ofreció el padre Carlos Maza, jesuita valenciano afincado en Valladolid y, además, buen amigo. El café posterior a sus palabras dio para una reflexión aún más honda que los cincuenta minutos que duró su charla en la Iglesia.
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Maza advirtió de los peligros a los que nos podemos enfrentar en este tiempo que transcurre entre la Navidad y la Cuaresma, un Tiempo Ordinario donde podemos llegar a dar por descontado el regalo que hemos recibido de Dios, un don que puede quedar reducido a la mera cotidianidad derivado de un momento litúrgico regular, donde nacimiento y resurrección son puntos extremos de partida y llegada. Y es que en este discurrir es donde podemos caer en la falacia de dar por sentado nuestro don, en ser ciegos a la novedad que trae Jesús en forma de vocación, y volvernos ajenos a nuestra vida familiar, profesional, de servicio y entrega a los demás.
Si esto ocurre, la Cuaresma nos ofrece ese tiempo para reencontrarnos con el regalo de Dios y nuestra vocación a través del ayuno de todo aquello que vuelve insípida e incolora nuestra vida. Y quizá la pregunta a lo que esto nos lleva es a interpelarnos por esos elementos que no nos dejan “ver nuevas todas las cosas en Cristo” y nos hacen apreciar la novedad en una escala de grises sin nitidez.
La oración, el ayuno y la limosna
Por ello, en nuestra conversación, a Maza le pareció interesante detenerse en la siguiente conclusión: la oración, el ayuno y la limosna no producen conversión automáticamente, sino que encuentran su sentido en el amor. Y es en ese amor donde radica el poder transformador desde el Tiempo Ordinario. Precisamente esto es lo que S. Juan Pablo II exhorta cuando menciona que “en la vida ordinaria Dios nos llama a alcanzar esa madurez de la vida espiritual que permite vivir precisamente de manera extraordinaria lo ordinario”; y esa extraordinariedad pasa por el amor. Pues bien, quizá de alguna manera toda la vida cristiana es Cuaresma en el sentido de esta conversión que se produce por amor, donde el Tiempo Ordinario nos lleva a vivir extraordinariamente lo cotidiano como consecuencia del tiempo de Adviento y preparación a la Resurrección.
Me explico y termino: si la Cuaresma son cuarenta días que reflejan los cuarenta años que necesitó el pueblo de Israel para liberarse de Egipto hasta llegar a la tierra prometida, haciendo un paralelismo cinematográfico con la Sociedad de la Nieve, me viene a la memoria el tiempo que tardaron dos de los supervivientes de la tragedia de los Andes para encontrar vida desde un avión que cayó en medio de la nada cerca de tres meses atrás. Hoy sabemos por boca de Fernando Parrales, superviviente de aquel suceso, que fue el amor extraordinario en medio de esa agónica rutina, principalmente, lo que los llevó a caminar hacia la muerte para salvar la vida del resto de la “sociedad”; un gesto que guarda relación con esa impaciencia que tiene el ser humano por alcanzar el don de Dios, y que trae causa de ese tiempo que tardó en liberarse el pueblo de Israel, hoy celebrado en Cuaresma: momento para reencontrarse con nuestra verdadera vocación.
En fin, que dio para mucho la conversación.