De nuevo nos acercamos a las enseñanzas del miércoles de ceniza, la cuaresma y la Semana Santa que cada año nos sirven para meditar desde lo más íntimo sobre el dolor de la pasión y muerte, las privaciones y el suplicio, que a los creyentes nos ayudan a valorar en nuestra propia carne la importancia cardinal de la Resurrección, de que Cristo venció la muerte y validó la esperanza de la vida plena más allá de nuestro paso por la vida terrenal. Pero esa reflexión estaría trunca si no la aplicamos a la defensa de la cultura de la vida, a la lucha contra la cultura de la muerte.
Cuando se nos dice “recuerda que polvo eres y en polvo te convertirás” encuentro la medida clara, definitiva, de la poca importancia que tienen las vanidades y estilos de vida del mundo. Pero el Reino de Dios no es de este mundo. Cristo no vino a hablar de la muerte. Vino a dar testimonio de la vida, de la que de verdad vale la pena, la vida que se gana cuando se entregan los egoísmos. Cristo vino a dar testimonio de la Verdad. Pero no se trata de una verdad a la que se accede encerrado en uno mismo de manera egoísta, sino a la que se llega por la Gracia de Dios, por el reconocimiento de que Cristo es el camino de la Luz y la Vida, por la entrega total del amor a los otros seres humanos, en especial los más necesitados de la tierra.
¿Cómo respondemos a ese amor?
Me llama la atención que las tentaciones que enfrentó Cristo durante los cuarenta días que estuvo en el desierto fueron principalmente de dimensión social: que se “envaneciera” con su poder, que hiciera “milagros” para beneficio propio, que se “sometiera al poderío” que reclamaba tener el demonio sobre todos los reinos del mundo. No, Cristo prefirió enfrentar la maldad de frente y entregar su vida por la humanidad. El salmista decía que, en comparación con la maravilla del universo, es sorprendente que Dios –que lo creó todo– se ocupe de nosotros, tan pequeños, tan irrelevantes. Pero Dios no solo nos ama de manera infinita, sino que nos perdona y nos salva. ¿Y nosotros qué hacemos? ¿Cómo respondemos a ese amor?
Entre nosotros hay miles de millones de seres humanos sometidos por designio de nuestras sociedades a una cuaresma perpetua. Les escamoteamos el amor, les tratamos de esconder la vida plena. Esto es así, porque puedo ver cómo las guerras convierten en cenizas miles de seres humanos para complacer el envanecimiento del poder y el afán de lucro de unos cuantos. Las armas nucleares llevan ese cuadro a su manifestación más terrorífica.
Hasta la medicina, que debería ser el trabajo sacralizado de curar y aliviar el dolor, se ha sometido a la maldad estructural que ha llegado al extremo de pretender que los países ricos acaparen los medicamentos, en lo que el querido Frei Betto describe como que en lugar de estar en medio de una “pandemia” lo que nos aqueja es una “sindemia”. De manera, que el mejor decir del teólogo, “el problema no es solo la Covid-19. Es el capitalismo sindémico que prioriza la lógica perversa de la acumulación privada de la riqueza”. Sobrada razón tiene el papa Francisco para convocar al mundo a un esfuerzo por la hermandad y por abrir el socorro de la medicina a todos los pobres del mundo, al tiempo que se promueve un verdadero análisis sobre los problemas estructurales de un sistema económico que nos asfixia.
Si de verdad queremos que nuestra fe impacte, superemos la visión individualista de la religión, impulsemos con nuestro testimonio una auténtica espiritualidad comunitaria y comencemos así por aplicar las enseñanzas de Cristo. No sigamos condenando a los pobres y necesitados al abandono de una cuaresma perpetua. Hagamos que la verdad y la justicia sean los que anuncien nuestros pasos que lleven a los demás el consuelo y la alegría de que somos mensajeros de paz.