GIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura
¿Quién no se acuerda de las dos casillas con H y M de los documentos públicos del pasado? El Gobierno australiano propone ahora 23 casillas y Facebook, en Estados Unidos, invita a elegir el propio “género” ¡entre 56 opciones diferentes! Igual que ocurre con el acrónimo LGTB, ya ampliado a LGTBQ, con la aparición del queer, de sexo variable e indefinible. La cuestión del gender se ha convertido en una bandera empuñada por frentes opuestos, una bandera un poco andrajosa y con los colores del arcoíris.
El término-nebulosa gender brota de la tensión entre dos concepciones antropológicas antitéticas. A un lado, está instalado el “esencialismo” natural, convencido de la estructura dual básica del ser humano a nivel biológico y psicológico. En el otro, se presenta el “construccionismo” socio-cultural, convencido de que las diferencias de género son fruto de una elaboración comunitaria social y cultural.
El “género” esencial masculino y femenino, superado por el gender “construccionista” que se despide del sexo biológico para abrirse a una configuración múltiple, ha visto entrar en escena la “deconstrucción” formulada por el filósofo francés Jacques Derrida y trasladada también al terreno del “género” y del gender, con el desbarajuste del que el queer, con su plasticidad incontrolable, resulta emblemático.
Se ha pasado de un “género” fijado unívocamente a un gender variable en base a las elecciones mutables de la libertad individual. Se ha pasado así de la familia “bicolor” a la “arcoíris”, con las relativas denominaciones “progenitor 1 o 2”. Se ha creado una disociación entre la paternidad afectiva y la efectiva generación del niño. Esta madeja enmarañada se asomó al areópago de la política con las cuatro conferencias mundiales de las mujeres, en particular la que se celebró en Pekín en 1995 con efectos explosivos.
Junto a la indiscutible necesidad del reconocimiento de la plena igualdad de derechos entre hombres y mujeres, se ha hecho camino progresivamente una más variada serie de instancias legislativas: de la inscripción en el registro civil bajo sexo neutro, múltiple o alternativo, a la dualidad tradicional H-M, al acceso al matrimonio en cualquier combinación, hasta la adopción por por parte de uniones homosexuales.
En este complejo horizonte, la Iglesia ha intervenido remachando que “igualdad no significa necesariamente identidad” y que “diferencia no es desigualdad”. Lo ha hecho, sobre todo, a través de documentos de la Congregación para la Doctrina de la Fe e intervenciones de Benedicto XVI, a las que deben añadirse las de Francisco.
La posición de la Iglesia en sus pronunciamientos magisteriales oscila entre dos puntos. Por un lado, se configura un rechazo radical y fuertemente crítico, sobre todo de las teorías ideológicas sobre el gender, consideradas como una “estrategia hábilmente orquestada a través de la manipulación del lenguaje y la fuerte presión de potentes grupos de presión en los organismos políticos internacionales”, como escribe Aristide Fumagalli en La questione gender. Una sfida antropologica (La cuestión gender. Un desafío antropológico).
Por otro lado, en cambio, están los intentos de valorar, cribar críticamente la perspectiva de “género” para producir una versión antropológica más completa, que “lejos de disociar y desacreditar el sexo biológico respecto al género socio-cultural, reconozca el cuerpo sexuado en su doble forma masculina y femenina como elemento base sobre el que se injerta y se desarrolla la identidad subjetiva, inevitablemente connotada en sentido social, cultural y político”, dice Fumagalli.
Este teólogo milanés afirma la necesidad de una interpretación y de una interacción de las “dimensiones del ser humano, es decir, la naturaleza corpórea, el sentimiento psíquico, la relación interpersonal, la cultura social y, last but not least, la libertad personal”. Se llega así a una reciprocidad simultánea y asimétrica que viene simbolizada a través de la mirada: “Quien mira puede ver al otro pero no verse a sí mismo, o puede verse en la mirada del otro”.
En el nº 2.957 de Vida Nueva