Comienzo pidiéndole perdón a mi querido compatriota, el papa Francisco, quien se esforzó mucho para escribir esta exhortación apostólica. Además del atrevimiento por mi opinión.
En sus páginas, con una pedagogía envidiable, anuncia eternas novedades (cf. EG 11) que justamente por ser eternas y ya dichas, dejan de ser novedad. A continuación habla de las crisis del mundo comunitario, dolorosamente ciertas para las cuales, tenemos que tener un ojo con lupa para salir de lo que queremos mirar y pasar a lo que debemos mirar, aunque nos duela. Para acudir en ayuda propone el PIAFF (Primerear, Involucrarse, Acompañar, Fructificar, Festejar; cf. EG 24), sinónimo de la Iglesia en salida, un muy buen método que se lo copió al estilo de Jesús.
El capítulo siguiente tiene dos apartados imperdibles: la Homilía y la preparación de la predicación. No sé los lectores, pero a mí me suele ocurrir escuchar homilías que son cátedras o una repetición de ideas sin ilación, algunas de larga o extrema (o eterna) duración. Todas denotan que el predicador (obispo, sacerdote o diácono) no las han rezado o vivido, porque en definitiva no contagian, no apasionan, no transmiten a Dios y convierten a los pasivos feligreses en sufrientes y heroicos mártires confesores de la fe. También hay fieles que se tornan en peregrinos buscando la Iglesia del Cura “que hable mejor”. Otros directamente han abandonado la confesión de la fe y las peregrinaciones. Hechos bastante diferentes de la predicación de Jesús en el Monte.
Dimensión social de la misión
Siguiendo con el documento papal, probablemente lo que se refiere a la dimensión social de la evangelización, es una prolongación del Magníficat, en donde María expresa que Dios dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y a los ricos los despide vacíos. Verdades siempre dichas y poco cumplidas si por ejemplo, consideramos que en el mundo el 80% de la riqueza está en manos de menos de 10 personas o que, si un presidente de una súper potencia se levanta de mal humor y con ganas de jugar a la guerra nos hace volar a todos como miguitas, o bien la guerra en cuotas que se vive en diferentes partes del mundo, con un telón político como libreto y un valor económico de escenario.
Dando Catequesis o compartiendo la lectura del Evangelio he escuchado comentarios de que ya tiene 2000 años, que pasó de moda, que la gente y los apóstoles seguían a Jesús por eso mismo, que la Iglesia no es la misma que hace 2000, 1000, 100 (o los que quieran) años. Esta es la parte anecdótica, trivial, excusiva, de pasillo. La verdadera es que Jesús es Dios hecho hombre, murió y resucitó por nosotros y nos enseñó el mandamiento del amor; tan antiguo y tan nuevo.
Esa es la Buena Noticia que significa la palabra Evangelio, buena noticia que nos invita a estar alegres, a dar y a darnos, y en sintonía con María en el Evangelio, vivenciar que Dios se fija en nuestra fragilidad y que su misericordia no pasa jamás. Allí se encuentra la fuente eterna a la que estamos llamados a beber siempre. Una y otra vez, haciéndole frente al defecto de la mala memoria personal y generacional y al pecado de creernos dioses. Quizás por eso necesitemos de santos, de profetas, de gente buena que nos recuerden la alegría del Evangelio.
Mi querido Padre Francisco, aunque lo que usted escribió ya está en el Evangelio ¡gracias por refrescarnos la memoria con un acento tan concreto!
Su exhortación es lindísima, ojalá cumplamos su deseo de que más importante que conjugar, es vivir el nuevo verbo: ‘misericordear’.