FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR | Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto
“Ser cristiano es vivir con una conciencia permanente de eternidad. No se trata de una promesa de futuro, sino de una perspectiva, de un lugar preciso desde el que contemplamos nuestros actos…”.
Ser cristiano no es estar preparado para la muerte. Ni siquiera es comprender la existencia como una versión en blanco y negro de la vida eterna que nos aguarda más allá de nuestra residencia en la tierra.
Desde que se pronunció el mensaje de Cristo, el hombre adquirió una trascendencia que no consiste solo en la inmortalidad, más allá de su experiencia corporal en este mundo. Tomó posesión de su vida entera en el seno de la Historia. El cristianismo no nos liberó del mundo, sino que nos lo entregó, lo afirmó como un campo de libertad en el que cada uno de nosotros puede comprenderse como persona, es decir, como individuo que forma parte de la humanidad completa.
La experiencia del mundo no es, sin más, la puesta a prueba en la que el hombre habrá de salvarse o condenarse. Para un cristiano, la vida no puede reducirse a un rito de iniciación en el que se demuestre su valía. Nuestra rectitud moral, nuestra experiencia ejemplar, nuestra lealtad a la fe son mucho más que eso.
Ser cristiano es vivir con una conciencia permanente de eternidad. No se trata de una promesa de futuro, sino de una perspectiva, de un lugar preciso desde el que contemplamos nuestros actos y desde el que adquirimos la noción de nuestro sentido como seres creados en un diseño universal. El cristiano vive el tiempo como conmemoración, como presencia activa de la historia.
No es el tiempo vacío y abstracto, el tiempo sin significado, el tiempo en el que nada está escrito. No es el tiempo lineal de la historia, una mera obstinación del progreso que contemple el paso de los años como ilusoria vía de perfección. El tiempo hueco es una insoportable resonancia del presente, gritando a solas su propia insignificancia. El mito del progreso ha sido desmentido por las recaídas en la barbarie, llevando todas ellas en los labios la promesa de una redención que sumió a los hombres en el escarnio del totalitarismo.
Nuestra vida no es un frágil reflejo, una sombra proyectada, una imagen alegórica de una plenitud que nos aguarda. Nuestro tiempo no es un defecto de la eternidad, sino que la contiene. Vivimos lejos de la existencia absurda del solitario que concluye en sí mismo, de la peripecia del angustiado que arranca de su presente toda esperanza, de quien entiende la modernidad como mera acumulación de destreza técnica y abolición de escrúpulos morales.
El tiempo del cristiano contiene, como una joya viva en el fondo de sus actos, una sustancia propia del hombre, imagen de la divinidad, parte de un gran proyecto que se cumple día a día en nuestra libertad insobornable. En cada una de nuestras acciones se encuentra el hombre dueño de sí mismo. En respuesta al luteranismo, la Reforma católica nos recordó que no habita en nuestros actos el irremediable pecador, cuya penosa e ingrávida existencia solo depende de la misericordia de Dios, sino el individuo capaz de hacer el bien o de no hacerlo, el hombre que se gana a sí mismo o que se pierde en su relación moral con el mundo.
Podemos creer porque somos libres para hacerlo. Y creemos que, con nuestras manos, el tiempo se abre paso como continuidad, como reafirmación, como constancia de lo que somos de uno en uno y entre todos. Los únicos seres libres. Los únicos seres universales. Las únicas criaturas a través de las que el tiempo se convierte en conciencia de eternidad.
En el nº 2.853 de Vida Nueva.