En un solemne y emotivo discurso televisado a la nación francesa, el presidente Emmanuel Macron repitió hasta siete veces, como el número bíblico, la idea de que Francia está en guerra. Y dos días después, la canciller alemana, Angela Merkel, hacía otra alocución televisiva –inusual en ella, pues era la primera en 14 años, con excepción de las apariciones tradicionales navideñas– en la que nos alertaba del mayor desafío de la humanidad desde la Segunda Guerra Mundial. Una ‘guerra’ cuyo enemigo es un microscópico virus, con apariencia de realeza por su corona, el COVID-19, que está poniendo en jaque a toda la humanidad, invadiendo, sin distinguir, Estados ricos y pobres, grandes y pequeños, del norte y del sur, democracias y dictaduras.
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Llevábamos décadas, al menos en el espectro de los Estados desarrollados, en ausencia de grandes guerras o calamidades humanitarias, con un importante crecimiento económico –pese a sus naturales ciclos–. Pero, sobre todo, vivíamos instalados en un progreso tecnológico y científico exponencial que nos había provocado la ensoñación de un ser humano supremo, ‘mejorado’, intolerante al fracaso y a la desgracia, irreductible, que todo lo puede, casi hasta alcanzar la inmortalidad, como se decía en la obra de Saramago Las intermitencias de la muerte. O, como ha dicho el profesor surcoreano Byung-Chul Han, afincado en Alemania, en su obra La sociedad del cansancio, que los peligros hoy no radican en ningún enemigo, sino en el exceso de positividad manifestada como exceso de rendimiento, de producción y de información. Pues bien, el COVID-19, ese ínfimo bicho vírico que se contagia como la pólvora en una geografía global, nos ha devuelto a la realidad de un ser humano vulnerable y frágil.
Medidas excepcionales
A falta de una autoridad global con facultades decisorias más allá de las estrictamente sanitarias como la Organización Mundial de la Salud (OMS), los Estados han ido activando los diversos instrumentos que sus normas les permiten para establecer medidas de protección tan excepcionales como el confinamiento y el cese casi total de la actividad económica. Sin embargo, a la hora de armarse para la guerra contra el enemigo viral y establecer esas medidas, no todos los Estados actúan sobre la base de los mismos principios jurídicos y valores. Y, lo que es más importante, los efectos temporales de esas medidas de restricción de derechos fundamentales y libertades públicas son bien distintos en los países occidentales frente, por ejemplo, a uno de los casos más notables como es China.
China, cuya gestión de la crisis no se ha caracterizado, precisamente, por la transparencia, pretende ahora vender la eficacia de un estado policial de vigilancia tecnológica a través de medidas de geolocalización de toda su población por medio de los teléfonos móviles, rastreando sus movimientos y advirtiendo sobre la cercanía de personas que puedan estar infectados de coronavirus; o de aplicaciones que determinan la temperatura corporal y los parámetros básicos biométricos que alertan de la sintomatología del virus; o de reconocimiento facial a través de millones de cámaras repartidas por cada una de las esquinas del viario público; así como de otras muchas acciones que permiten la inmediata identificación de sus súbditos para paliar los efectos del coronavirus y, por qué no, para cualquier otra pretensión de la acción gubernamental.
Es probable que estos momentos, en que emocionalmente estamos más débiles, sean más proclives para ensimismarnos con el ‘Súper del Gran Hermano’. Y, por supuesto, es lícito que este tipo de acciones restrictivas o limitativas de nuestra libertad y hasta de nuestra intimidad sean declaradas ante una situación de absoluta necesidad, como prevé nuestra Constitución. Ahora bien, lo importante es que estas medidas excepcionales caduquen una vez se levante la declaración de emergencia sanitaria; porque hacerlas perdurar en una situación de normalidad se compadece muy mal con los derechos inviolables del individuo reconocidos en nuestras Constituciones occidentales y en la Declaración Universal de Derechos Humanos.
Vigilar sentimientos y emociones
Como ha declarado recientemente Yuval Noah Harari, el autor de Sapiens: de animales a dioses, la pandemia que estamos viviendo podría marcar un hito en nuestra historia. No solo porque podría normalizar en cualquier momento el despliegue de herramientas de vigilancia masiva, sino porque supondría una transición de la vigilancia over the skin a under the skin. Los parámetros biométricos empleados suponen un control y un conocimiento que va más allá de lo que representamos por encima de la piel, de lo que queremos enseñar, de la cultura del ‘me gusta’, de la esfera que nosotros queremos proyectar hacia el exterior, de nuestras preferencias o de nuestros gustos. Esos algoritmos permiten una vigilancia de lo que está por debajo de la piel, de nuestros más íntimos sentimientos y emociones, de nuestra dignidad, de nuestras dolencias físicas y psicológicas, en definitiva, de nuestro ser.
Desde luego que no comparto los discursos apocalípticos, pero al mismo tiempo resulta necesario huir de esquemas que transgreden nuestra exitosa tradición. No podemos olvidar la herencia cultural, jurídica, religiosa y humanista de Europa; sus principios, sus valores; la predominancia del individuo y el principio de libertad, frente al modelo chino anclado en el confucionismo que gira en torno a la supremacía del grupo y la seguridad. Estoy seguro de que la época post-COVID 19 supondrá importantes cambios de todo tipo, seguramente muchos de ellos necesarios, pero no permitamos que este emperador invisible reemplace a la razón que entre todos nos hemos construido.