Recuerdo que era adolescente cuando Juan Pablo I fue elegido Papa. Dos fotos me impactaron: la primera, la de su sonrisa bonachona; la segunda, la del llanto de su hermano por su muerte 33 días después.
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Durante la misa de su beatificación parecía que el cielo había decidido quedarse sin agua y derramarla toda en la plaza de San Pedro. De este modo, se hizo difícil la tarea periodística, las crónicas y, más aún, las fotos y entrevistas.
Terminó la misa y se despejó todo de un modo tan amplio como la sonrisa del nuevo beato; el sol iluminó bellamente de igual modo que él con su alegría en esos 33 días en que fue Papa, y los tantos años anteriores como pastor, amigo, tío, hermano, hijo.
Es ahí en donde salí a la búsqueda de alguien que me dijese algo más de él.
Humildad, sonrisa y voluntad de Dios
A unas 4 o 5 cuadras de San Pedro escuché cantos juveniles que decían ¡beato tú, beato you! Guiada por esa alegría llegué hasta ellos. Eran 40 jóvenes con un par de sacerdotes de las diócesis de Belluno, Vitorio Veneto y Venezia; lugares de nacimiento, obispado y cardenalato de Albino Luciani, el beato Papa Juan Pablo I.
Llegaron caminando durante 4 días. Como buenos jóvenes contagiaban alegría y esperanza. Brindaban, reían y se prestaron para fotos y crónicas.
¿Cuál es la herencia que sienten les deja Juan Pablo? Su humildad y su sonrisa. También el sentido práctico y el buscar siempre la voluntad de Dios.
Sienten que esa posta de la alegría y la humildad se las deja a ellos y no se “achican” ante el desafío. Desean ser los jóvenes de Juan Pablo I y también los jóvenes de Francisco a quien me dijeron admiran y sienten que los cuida y anima.
Cuando los veía alejarse sentí que ellos me habían dejado una santa sensación en mi corazón. Esa que solo los jóvenes saben transmitir y la que sólo Dios hace sentir.