En 2018, el Premio Nobel de la Paz fue otorgado de forma conjunta a un hombre y una mujer, señala la teóloga y biblista francesa Anne-Marie Pelletier, ganadora del premio Ratzinger en 2014. La mujer es Nadia Murad quien, como tantas otras mujeres yazidíes víctimas del Isis, fue secuestrada, esclavizada y sometida a una violencia sexual abominable. Tras lograr escapar gracias a la ayuda de una familia musulmana de Mosul, y después de ser recibida en Alemania, decidió dedicarse a defender a su pueblo.
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
- OFERTA: Suscríbete antes del 31 de enero
El hombre es Denis Mukwege, un médico congoleño que ayuda a mujeres de la región de Kivu, en la República Democrática del Congo, víctimas de violaciones de guerra y mutilaciones. “Juntos –escribe Pelletier– son testigos de una resistencia humana más poderosa que las fuerzas del mal que humillan, esclavizan y destruyen…”.
Este doble Premio Nobel, un contrapunto de una actualidad que destaca «una verdadera humillación internacional de las mujeres», indica una ocasión para ser aprovechada: la de no limitarse a «un cara a cara armado entre los sexos» o «a solo la promoción de la paridad en el reparto de poderes y responsabilidades». Porque, y esta es la piedra angular de su ensayo ‘L’Église, des femmes avec des hommes’, (Le Cerf, 2019), “la verdad final de nuestra humanidad sexual es la aceptación de nuestra dignidad común, que hace de los hombres y las mujeres compañeros y colaboradores, en la búsqueda común de una vida feliz que culmina en su celebración recíproca”.
Una verdad antropológica “que concierne a toda la humanidad, pero que entra directamente en contacto con lo que está en juego en la salvación que la fe profesa al poner la alianza en el centro de la relación con Dios”. Para Pelletier es urgente reparar la relación hombre-mujer. Se trata de un trabajo en profundidad en el que la Iglesia puede y debe ser profética. Aunque solo sea porque Jesús da el ejemplo, en el contexto que le es propio, de una forma inédita de relacionarse con las mujeres.
Teología femenina
Pero, ¿cómo puede ser profética? Respondiendo, como lo hace Anne-Marie Pelletier, a la llamada del Papa Francisco a elaborar una teología “intrínsecamente femenina”. “No se trata de saturar de lo femenino la verdad teológica”, señala la teóloga. “Sería solo reproducir en simetría la tradición masculina anterior. Se trata de una necesidad, la de acceder a una visión plenaria, por lo tanto bifocal, de las cosas de la humanidad y de las cosas de Dios, que no es solo una justicia, sino también una solicitud de principios, ya que la reflexión hace referencia a las Escrituras que, desde su primera mención de la humanidad, la definen a través de su calidad de imagen de Dios y la articulación dentro de ella de la diferencia de los sexos”. Esto implica al mismo tiempo una presencia más incisiva de las mujeres en las áreas de reflexión y decisión de la Iglesia y una reflexión profunda sobre el «signo de la mujer»: como no pueden ser ordenadas al sacerdocio, observa la teóloga, las mujeres recuerdan que el sacramento del bautismo no puede ser rebasado.
“Restablecer al sacerdocio bautismal su centralidad –continúa– no significa que esta pueda privarse de una estructura ministerial, dando una cabeza al cuerpo eclesial y garantizando una función de presidencia, que se ocupe del servicio de la unidad y la caridad. El problema a tratar se refiere más bien al lugar respectivo de cada uno de los dos sacerdocios y su justa articulación para el bien de la vida de los cristianos. En el caso específico, se trata de asegurar que las provocaciones de los tiempos conduzcan a explicar de forma nueva la función y la necesidad del sacerdocio ministerial”.
Sacerdocio que debe entenderse tanto como “la visibilidad de Aquel que ha prometido a sus discípulos: ‘Estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo'”, que como “sustituto visible de la invisibilidad de Cristo que ya ha entrado en su Gloria”, en este nuestro tiempo “penúltimo”. Aquí, entonces, está el posible y poderoso “signo de la mujer” expresado como anuncio del Reino. Siempre que este signo se pueda decir y ver. Al mismo tiempo, se dirige a la fidelidad al Evangelio y a la credibilidad de la palabra cristiana en el mundo.