El día de ayer, mientras pensaba y oraba por Mons. Rolando Álvarez y la Iglesia de Nicaragua, me vino a la mente – esto resulta inevitable dado el caso – el recuerdo doloroso, pero también con esperanzador, del brutal asesinato de Monseñor Oscar Romero perpetrado mientras oficiaba la Santa Eucaristía. Nada más terminaba su homilía, un disparo desde las afueras del templo apagó la vida de quien, hasta ese momento, era el Arzobispo de San Salvador.
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Sin embargo, tal y como él lo había dicho semanas antes, su voz despertaría en el ánimo y la fe del pueblo latinoamericano, pero, casi con la misma intensidad, su nombre comenzó a aparecer en los discursos de políticos de izquierda en su afán por hacerse con el poder. Una vez en el poder, se transformaron en los poderosos contra los cuales, desde el amor evangélico, Mons. Romero levantó su voz.
Se transformaron en hombres y mujeres que denigrarían todavía más vergonzosamente de la dignidad de los más pobres, pues, aprovechándose de las condiciones de miseria en las que vivían –y siguen viviendo– fueron utilizados sin prurito alguno para que los nuevos poderosos alcanzaran posiciones económicas irracionalmente ostentosas mientras el hambre terminaba de arrasar con lo más valioso que tiene cada ser humano.
¿Cura comunista?
Romero fue acusado de ser un cura comunista, incitador del desorden, provocador de odios y de violencia que nacían de sus homilías. Por eso fue perseguido. Por eso fue asesinado como tantos otros sacerdotes salvadoreños, entre ellos, el padre Rutilio Grande. Cuatro años después del asesinato de Romero, en Polonia, exactamente en Wloclawek, un 19 de octubre, y de manera más brutal, es asesinado por el gobierno comunista, el padre Jerzy Popiełuszko, quien, al igual que Romero, señaló con valentía las estructuras de pecado que sembraban el odio y la violencia entre los hombres.
Por su valentía, la defensa de los derechos humanos, la petición de libertad y justicia, la capacidad de amar también a quienes le perseguían, el padre Jerzy se convirtió rápidamente en una amenaza para el régimen dictatorial. “Combato el pecado, mas no a sus víctimas”, decía con serenidad.
Esta capacidad de amar a todos cristianamente, fue lo que le hizo más libre e invencible, pero el régimen no sabía qué cosa hacer con este hombre, de la misma manera que el gobierno de El Salvador no sabía qué hacer con Romero. Por ello, ambos fueron desacreditados y acusarlos de conspiración política, incluso por gente de la misma Iglesia, pero no hablaban de política.
El 19 de octubre de 1984, cuando el padre Jerzy regresaba de un servicio pastoral de Bydgosszcz a Gorsk cerca de Torun, fue secuestrado por tres funcionarios del Ministerio del Interior, salvajemente golpeado y torturado. Aunque se hallaba atado, quiso escapar. Le tomaron preso de nuevo golpeándolo, de manera aún más violenta. Esta vez lo ataron entre la boca y las piernas para que no pudiera desatarse sin asfixiarse. Le pusieron una roca en los pies y lo echaron al río Vístula cuando todavía estaba vivo.
La venganza del cristiano
Tanto Romero como Popiełuszko, siguiendo de cerca el mandato de la Iglesia que no es otro que el mandato del Evangelio, nunca promovieron el odio, ni la violencia. Todo lo contrario, a pesar de señalar con decisión el pecado diseminado por toda la vida política y social de sus respectivos países, siempre llamaron al perdón, a la conversión y a la reconciliación, pues, como muchas veces lo testimoniaron: la venganza del cristiano es el amor y el perdón.
“La violencia no la está sembrando la Iglesia, la violencia la están sembrando las situaciones injustas, la situación de instituciones y leyes injustas que solamente favorecen a un sector y no tienen en cuenta el bien común de la mayoría. Y aquí la Iglesia no se podrá callar porque es un derecho evangélico que la asiste y un deber hacia el Padre de todos los hombres, que la obliga a reclamar a los hombres la fraternidad”, dijo en una homilía Mons. Romero. En esas palabras se puede concentrar perfectamente la línea de acción de ambos sacerdotes. que es, a su vez, la línea de acción de la Doctrina Social de la Iglesia: señalar, con la confianza que brinda el acompañamiento de Cristo, las estructuras de pecado. Paz y Bien
Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor. Maracaibo – Venezuela