El Gobierno de coalición ha surgido en un contexto de indisimulada discordia. En este horizonte político, la Iglesia ha sido utilizada como objeto de confrontación ideológica. La actitud y declaraciones de algunos obispos, rezando desesperadamente por la salvación de una España al borde del abismo, y las declaraciones de algunos políticos han situado a la Iglesia como objeto y sujeto de disputa.
El cardenal Blázquez ha ofrecido una “colaboración leal y generosa” al presidente Sánchez. Pero es evidente que, en el seno de la Iglesia no hay un sentir común de cómo debe hablar desde la luz que aporta la fe en este nuevo marco político.
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Hay temas anunciados en el nuevo proyecto político de gran preocupación para la Iglesia. Asuntos que no podemos minimizar por sus repercusiones profundas, aunque tampoco absolutizarlos desde el temor y el fatalismo. La revisión de las inmatriculaciones, la clase de religión, la propuesta de una ley sobre la eutanasia y la propuesta de una ley de libertad de conciencia son los anticipos que han provocado más revuelo en el ámbito eclesial.
A pesar del hondo calado de las propuestas, la Iglesia debe apostar por construir “una cultura que privilegie el diálogo como forma de encuentro, la búsqueda de consensos y acuerdos, pero sin separarla de la preocupación por una sociedad justa, memoriosa y sin exclusiones” (EG 239). Para promover esta cultura del diálogo sería deseable que, desde la Iglesia, construyéramos una jerarquía de grado en las propuestas del nuevo Gobierno.
No es lo mismo que la clase de religión no pondere en el expediente académico a la propuesta de una ley de libertad de conciencia que marcará la presencia del hecho religioso en la vida pública. No tiene la misma repercusión moral la defensa, legal y legítima, de algunos bienes inmatriculados por la Iglesia, que la apertura de un debate profundo sobre la eutanasia.
Hay una oportunidad histórica para deliberar en público sobre el sentido profundo de la educación, desde la identidad católica, más allá de la defensa numantina de una mediación histórica específica, siempre caduca y limitada.