El nuevo episodio de la crisis migratoria permanente, que está convirtiendo el Mediterráneo en una terrible fosa común, ha sido el protagonizado por el barco Aquarius y la posibilidad cierta de que sus más de 600 rescatados pudieran haber sido abandonados a su suerte. La Unión Europea (UE) está escenificando de manera paulatina una traición a los principios y valores recogidos en su derecho originario –los diversos tratados de la organización internacional– y en su derecho derivado –la normativa emanada desde sus propias instituciones–.
El Sistema Europeo Común de Asilo (SECA) saltó por los aires con la llegada de los primeros flujos masivos de refugiados consecuencia del conflicto en Siria y los estados limítrofes. Caracterizado por un encaje complejo entre los intereses divergentes de los diferentes estados y el obligado cumplimiento de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951, el mencionado sistema se fundamentaba en la creación de una política común de asilo: petición de asilo en el primer estado de la UE al que lleguen y, en caso de rechazo de su solicitud, imposibilidad de volver a hacerlo en cualquier otro miembro de la organización. Las disfunciones creadas desde ese momento han sido notables; la más perniciosa evidencia las diferencias entre realizar la entrada a territorio de la UE desde unos estados u otros, denunciado por un ciudadano paquistaní ante el Tribunal General de la UE, y no admitida a trámite su demanda con el argumento de la inexistencia de un acuerdo internacional entre Turquía y la UE para el control de los refugiados en el territorio del primero.
Obstáculos para una solución
Muchos son los factores que impiden encontrar una solución a una crisis humanitaria creciente: la confusión, cada vez mayor, entre migrantes económicos y la población susceptible de ser asilada o refugiada; el arco de inestabilidad permanente de las frontera sur de la UE –geopolítica, económica, conflictividad internacional– y oriental, precisamente las que son objeto de la PEV –Política Europea de Vecindad–; las irregularidades en los procesos de recepción de esta población, no corregidas con el sistema EURODAC –digitalización de huellas– ni con el Reglamento de Dublín II; las desigualdades económicas y sociales de los estados miembros de la UE, que potencia la disparidad de criterios sobre la resolución de la crisis; el egoísmo de las sociedades del bienestar europeas y su insolidaridad con los países periféricos que asumen mayoritariamente el peso de las crisis humanitarias.
Fiel reflejo de estas actitudes son: el Brexit –a pesar de que el Reino Unido no pertenece al espacio Schengen–, la no asunción del reparto de las cuotas de refugiados previamente pactado y el auge de partidos populistas y abiertamente xenófobos en un buen número de estados europeos. Resulta bochornoso para cualquier ciudadano europeo de bien, además, el ejemplo de la solidaridad mostrada por países como Jordania o Líbano acogiendo a un número de refugiados claramente por encima de sus posibilidades incluso vitales. Las soluciones externas (en origen) a las crisis internacionales –políticas, económicas, sociales– deben establecerse con políticas preventivas que, pese a contemplarse en los diferentes instrumentos de la Acción Exterior de la UE, no están obteniendo los resultados esperados.
Un espacio común de derechos humanos
Pero no hablemos tan solo de cuestiones jurídicas, políticas o económicas. El proyecto europeo, surgido de las cenizas de la II Guerra Mundial, pretendía establecer un espacio común de estabilidad, seguridad y respeto de los derechos humanos fundamentales, con instrumentos normativos como el Convenio Europeo de Derechos Humanos (Consejo de Europa, 1950) y la muy posterior Carta de los Derechos Humanos y Libertades Fundamentales (UE, 2000). La base cristiana se halla muy arraigada desde los orígenes de los muy diversos intentos europeístas y de ciudadanía europea, cuyo antecedente más remoto se encuentra en la categoría de ciudadano del Imperio romano, y sus valores fundamentales están refrendados por el propio Tratado de Lisboa (entre ellos, el respeto a la dignidad humana, la libertad, la igualdad y los derechos humanos). Pero. además, la propia Carta de Derechos Humanos de la UE tiene rango jurídico de tratado internacional desde 2009.
No obstante, siendo importante, lo realmente fundamental reside en el sustrato ético-moral. Si los estados de la Unión Europea continúan en esta deriva puramente materialista desprovista de los más elementales rasgos de humanidad, que tanto proclaman –véase, por ejemplo, ‘Europa una cuestión de valores’, del gabinete de prensa del Parlamento Europeo– estamos abocados a la disolución de la organización y al retorno, de nuevo, a la fragmentación nacional y a la conflictividad permanente. El ‘enemigo’ de la UE no es externo; está minando sus propios cimientos.