Todo se ha paralizado por la pandemia, también el ritmo eclesial. Por eso, aunque el documento de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica (CIVCSVA) El don de la fidelidad. La alegría de la perseverancia se firmó este mismo febrero, no fue presentado hasta el verano. Para quienes no lo han leído, el texto pretende responder a los abundantes abandonos en los Institutos de Vida Consagrada.
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La fidelidad es un atributo que, con propiedad, le corresponde solo a Dios. Nosotros, si aspiramos a vivirla, lo hacemos como regalo recibido. La dinámica de lo gratuito convierte siempre el don en una tarea que implica y complica todas las dimensiones de la persona. Se es fiel como respuesta agradecida a la iniciativa inmerecida del Señor. Desde este punto de partida innegable, el documento de la CIVCSVA insiste con fuerza en cómo la persona concreta es la máxima responsable de vivir con seriedad y fidelidad la propia vocación.
No le falta razón, pues por más que las circunstancias personales, institucionales o ambientales hagan más fácil o más difícil nuestra respuesta vocacional, esta siempre es fruto de una acción libre. Ciertamente estamos marcados por la realidad, pero nunca determinados por ella.
Con todo, al leer este documento me brota cierta incomodidad respecto a tres cuestiones que me gustaría compartir. En primer lugar, tengo la sensación de que tanto la vocación como la persona son percibidas de un modo inmutable y fijo por los autores del texto. Por más que se afirme que la fidelidad nunca es una cuestión estática sino dinámica, y que, por ello, se ha de caracterizar por la creatividad (nº 32), el conjunto del escrito parece comprender la llamada vocacional como algo que se entrega de una vez para siempre.
Vocaciones cambiantes
Desde esta clave, perseverar en la vocación a la Vida Consagrada se dibuja como algo a proteger, a ejemplo del anillo de Frodo, pues corre el riesgo de que, bien se extravíe, o bien las dificultades “lo roben”. En cambio, entiendo que cualquier vocación tiene mucho más de cambiante que de estable, pues está llamada a crecer, a ser descubierta progresivamente y a fundamentarse con raíces cada vez más profundas en Aquel que la sostiene y la lleva a plenitud.
No hay ninguna mención explícita a este carácter procesual de la vocación. Esto, desde mi punto de vista, empaña y mengua las repetidas invitaciones al discernimiento, pues da la sensación de que se comprende, no tanto como una actitud vital constante que busca responder con honestidad al “más” de Dios, sino como un “remedio” para las crisis vocacionales.
En realidad, esta comprensión estática de la vocación camina de la mano con el modo en que se concibe a la persona. Echo de menos una acogida de la condición humana más cercana a la del Hijo cuando abrazó la humanidad, pues de Él nos dice Lucas que “crecía en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2,52).
Este carácter procesual tan característico del ser humano fue asumido por el Verbo, pero no parece asumido por este documento. Si nunca acabamos de conocernos ni de crecer y si no estamos culminados hasta que el Señor lleve a término la obra que comenzó en nuestras existencias (cf. Flp 1,6), ¿cómo entender la fidelidad obviando las diversas etapas vitales o equiparando las distintas dificultades a atravesar?
En segundo lugar, el documento insiste en lo comunitario. Se habla de discernimiento compartido y de acompañamiento de la comunidad, pero quizá peca de poco realismo al remitir a esta cuestión. La institución y sus comunidades están configuradas por esas mismas personas que requieren mucho discernimiento para ser fieles.
Además, en el papel que se da a las comunidades, parecen obviarse otras problemáticas que la CIVCSVA ya había denunciado antes. No es la primera vez que la Congregación habla con crudeza de problemas en los modelos de relación o en la forma en que se practica el servicio de autoridad.
¿Abandono del discipulado?
Somos personas frágiles que constituimos comunidades frágiles. Una mirada realista no está reñida ni con la certeza de sabernos convocados por Dios, ni con la esperanza de que esta ambigua realidad sea mediación divina. Con todo, no podemos ser ingenuos y obviar que, del mismo modo que la comunidad o la institución pueden alentar, acompañar y cuidar la fidelidad vocacional, también pueden hacer todo lo contrario.
Tengo que confesar que la cuestión que más me inquieta y que me deja el regusto menos agradable es la constante identificación entre permanecer en un Instituto y la fiel perseverancia a la que se exhorta. De hecho, se llega a identificar la salida de una institución con el “abandono del discipulado” (nº 104).
Me pregunto por la comprensión de Iglesia y de la pluralidad de vocaciones que refleja esta comprensión. Solo en una ocasión se reconoce tímidamente que hay quienes salen de los Institutos precisamente por fidelidad, pero, matiza, “porque reconocen, después de un discernimiento serio, que no han tenido nunca vocación” (nº 2). De nuevo se trasluce una concepción estática de la vocación.
Me temo que se puede ser tan fiel a la llamada divina saliendo de una Congregación como infiel permaneciendo en ella. Además, esta percepción supone olvidar un dato histórico muy elocuente: la mayoría de los fundadores, muchos de ellos santos y beatos, salieron previamente de sus instituciones.
La actitud de discernimiento y de escucha a Quien siempre nos lanza a lo incierto ha sembrado la historia de la Iglesia de personas que dejaron sus Congregaciones o cambiaron de vocación cristiana por fidelidad a Dios y para poder responder a sus llamadas. Si sus contemporáneos hubieran leído este documento de la CIVCSVA, tendrían todos los argumentos para tacharlos de infieles y poco perseverantes. Menos mal que “si somos infieles, Él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo” (2Tim 2,13).