Tribuna

La Madonna del Panteón

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Hace pocos días se ha dado a conocer la restauración de la antigua icona de la Madre Dios conocida como la Madonna del Panteón, imagen de María con el Niño que data del siglo VI y que fue donada al papa Bonifacio IV por el emperador bizantino Focas, con motivo de la consagración del edificio pagano dedicado a todos los dioses y que a partir del 13 de mayo del 609, se convertiría en un Templo dedicado a los mártires cristianos y a la Virgen María.



La icona recién restaurada, es una obra de arte con singular valor histórico, que regresa la mirada a los primeros siglos del cristianismo, a las devoción y conversión de una época que marcó definitivamente el desarrollo de occidente, y a la riquísima tradición simbólica con la que los cristianos transmitían en testamentos visuales la fe a las siguientes generaciones.

El arte cristiano, el símbolo de la fe de los primeros siglos

En tiempos de renovación eclesial, mucho se habla del sentido originario del cristianismo, y de la tradición milenaria de anunciar y vivir el evangelio, un anuncio de tal valor transformador que cambió los cimientos del imperio romano y bizantino, para convertirlos como hitos históricos para el florecimiento de la nueva fe vivida desde las primeras comunidades.

Hay que resaltar cómo el mensaje performativo del evangelio, implicó no sólo la legalización del culto cristiano en el 313, sino su expansión, en donde en menos de diez años, se construyeron al menos treinta basílicas en la capital del imperio romano. Las nuevas construcciones, no solo se realizaban en los centros urbanos, sino incluso en las periferias de los caminos. La tarea no se limitó al trabajo constructivo, sino que la razón de tal esfuerzo fue la catequesis, la pastoral y la liturgia.

Es por ello que, el arte cristiano es una práctica cargada de simbolismo y de fe, no es una estética subjetiva fruto de la pericia humana, sino una imagen didascala para transmitir y celebrar a Cristo como Salvador. Todo edificio, talla, mosaico, relieve, icono, mural o ilustración era un gesto simbólico expresivo, nacido desde la espiritualidad de la comunidad por llevar el evangelio, y la icona de la Madonna del Panteón es precisamente un ejemplo de ello.

La icona de la Virgen

Bajo la temática de la Theotokos, como Madre Dios (dogma mariano del siglo IV aprobado por aclamación popular), la imagen es una representación al temple sobre un leño de olmo, de materiales y técnicas muy propias del arte cristiano bizantino.

Se muestra a la Virgen con el Niño, en una composición geométrica que intercepta el círculo apoyado sobre un cuadrado, con ambas figuras se alude a la unión de cielo y tierra, de lo humano y lo divino, misterio de Encarnación en donde María es lugar para la manifestación de Dios, y por ello es coronada con la aureola de la divinidad.

La imagen además mantiene las características clásicas de la iconografía: la frontalidad señorial de las figuras; la mirada directa y serena con un gesto de diálogo, encuentro y cercanía con aquel que observa la icona, y ve en ella algo cercano así mismo. Es un tratamiento más que técnico, expresivo y emotivo para acercar y llamar la atención del creyente.

Es por ello que el arte iconográfico bizantino no reproduce o imita la naturaleza, no busca la similitud, sino que se expresa mediante la simbología sencilla, con colores vivos, dorados, y tonos cálidos de la tierra. La unión entre el observador y la figura son los protagonistas, que desde la perspectiva invertida se miran como en una ventana, que aunque lejana estéticamente, es cercana desde la comprensión natural de las formas y los colores.

La mirada de la Virgen y el Niño se cruzan con las del espectador, es una mirada profunda, que le interpela, le hace partícipe, mirada que después de siglos de haberse pintado, sigue despertando el interés de muchos que podrán contemplar de nuevo, aunque con los signos y las heridas generadas por el tiempo, la mirada luminosa y maternal de María, mirada que mantiene viva la chispa de la fe anunciada desde los primeros siglos.


Por Raymundo Alberto Portillo Ríos. Profesor de arquitectura de la Universidad de Monterrey.