El día 2 de febrero, cuando se celebran en muchos pueblos las fiestas de las candelas, de la Candelaria, se ofrecen los niños y se presentan en los templos parroquiales. Este mismo día es de celebración de la vida religiosa, de todos los religiosos, que están convocados en la catedral junto al obispo. Hoy me permito hablar de las religiosas: mujeres vírgenes, pobres y obedientes, que yo las considero madres, llenas de riquezas y libres. Traigo a mi recuerdo un encuentro con un buen grupo de ellas que nos juntamos para reflexionar juntos en torno a sus vidas y sus compromisos.
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Allí estaban unas cuarenta mujeres dispuestas a pasar un día de silencio y de oración contemplativa que alimentara su vida consagrada, en orden a profundizar en el conocimiento de Cristo para más amarle y seguirle, y renovar su fidelidad a Dios en su entrega consagrada a los hermanos. Al comenzar la oración, se me vino al corazón, la imagen de todas ellas, una a una, porque yo les iba a hablar de la mirada divina y allí sentía y percibía yo, que eran sus miradas la que eran divinas, y que serían ellas las que a lo largo del día me iban a estar hablando de la mirada compasiva y fecunda de Dios.
Transformación viva y eficaz
Allí estaban mujeres que organizan y llevan todo el peso del comedor de Martín Cansado y muchas cosas más, las que atienden ancianos cerca de Valdebotoa, las que se desviven en el cerro de Reyes con las mujeres del barrio en la promoción de la mujer y quieren pasar de la asistencia a la transformación viva y eficaz de las personas débiles y rotas, las que colaboran en el centro hermano acompañando fraternal y maternalmente a los adictos, las que atienden y cuidan enfermos a diario, las que acompañan a estudiantes en las residencias, las que organizan empresas de solidaridad y transformación de reciclaje, las que dan su vida por los que tienen problemas serios psicológicos como la esquizofrenia, las que han cuidado a enfermos del sida, las que van a la cárcel con los presos, las que avivan colegios con espíritu de humanismo cristiano, las que acompañan niños y jóvenes en las parroquias, las que visitan a ancianos que viven solos en sus casas, las que han pasado años y años en países pobres…
Mujeres que cada día se levantan muy temprano y están toda la jornada, hasta quedar rendidas, maquinando como ser más para los demás, como darse mientras haya fuerza y para eso se cuidan en su interior en su apertura al misterio de lo divino en Jesucristo para poder amar como él nos ama… y así seguía y continuaba en cada rostro, en cada conversación, en cada mirada, contemplando lo que yo balbuceaba e intentaba decir con hilvanes del libro del génesis, palabras de los profetas, citas de los evangelios, claves de la cristología paulina… y hechos de vida que a flor de piel les podía iluminar lo que, día a día, ellas van luchando y conquistando en la realidad de un amor en el que se consumen y se gastan. Son ellas fuego de Dios en medio de nosotros.
Maternidad sin límites
Muchas de ellas mayores, alguna ya bastante mayor confesaba que su pecado era que ya no podía hacer todo lo que deseaba a favor de los más necesitados, que le estaba costando mucho aceptar su debilidad y ofrecerla, junto a los débiles de la historia. Allí no podía por menos de ver cómo se realizaban los verdaderos votos evangélicos de su vida consagrada.
Ellas han sido vírgenes no para la esterilidad, sino para una maternidad sin límites, una fecundidad que cubre a los rotos y a los más inútiles a los ojos del mundo que son los preferidos de Dios; con un voto de pobreza que no les lleva a la ruina sino a la verdadera riqueza, la de aquellos que se gastan enriqueciendo a los demás con su generosidad y que pueden alabar a Dios porque descubren que las riquezas de este mundo pasan a cuchilla por la polilla y la carcoma, pero la riqueza de la bondad de Dios en inmortal y nadie la puede quitar del corazón de los sencillos, por eso ellas viven con la paz mayor del mundo; y obedientes sin entregar la libertad, al revés llevándola al máximo, porque para ser libres las liberó Cristo. Sienten que Dios les manda servir a los desheredados y en eso está su verdadera libertad, en hacer lo que el Padre les sugiere con su espíritu. Nos quieren ser perfectas, pero se desviven por ser compasivas, y es que no hay otro camino de perfección que el amor compasivo.
En los tiempos en que vamos avanzando para la equidad, el reconocimiento nuevo de la feminidad y la masculinidad en sentido evangélico y liberador, hemos de sentirnos llamados en la celebración del día de la vida consagrada a reconciliarnos y pedir perdón eclesialmente especialmente ante las religiosas. Perdón por las violencias del descuido, la minusvaloración, a veces, la desigualdad o el no aprecio… Tanto dentro como fuera de la iglesia. De alguna manera, violencias que tienen de trasfondo la cuestión del género, cadencias históricas, que al día de hoy estamos llamados a superar con rapidez por razones humanas, sociales, culturales y lo que es más urgente: razones evangélicas y eclesiales, porque hemos de obedecer a Dios antes que a los hombres y en este tema a veces atendemos más a “nuestro ser varones” que, a Dios, aunque lo revistamos hasta de teología. Sería bueno que alrededor de esta celebración reflexionemos agradecidos ante la vida religiosa y hagamos llegar nuestra felicitación de corazón a todas las que conocemos.