“El muchacho está muerto, de una forma u otra está muerto. Basta con eso para que quiera ir a verlo”. Así comienza el libro de investigación, ‘Uomini e caporali. Viaggio tra i nuovi schiavi nelle campagne del Sud’, de Alessandro Leogrande. Fue un gran escritor e intelectual que dedicó toda su corta vida “a la defensa de los más débiles y ferozmente explotados en distintos contextos”, tal y como escribió su padre al anunciar hace dos años su repentina muerte.
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“El muchacho era un extranjero que trabajaba en el campo. Un camión pasó por encima de él dejándolo irreconocible. Hay una cruz en su tumba con una inscripción que dice ‘desconocido’”.
Una temporera, “obsesionada con el hecho de que alguien pueda morir sin ser llorado por nadie”, acostumbra a repartir flores entre la tumba de su marido y esa cruz desnuda. Ha llegado incluso a hacer que instalen una lápida decente, con la fecha de su muerte, una pequeña oración y la imagen de la Virgen. La palabra “desconocido” se lee en bronce como si fuera su nombre. A partir de estos gestos emergerá lentamente una fisonomía y un nombre, Miroslaw; una nacionalidad, la polaca; y una historia de explotación laboral y violencia.
El maldito olvido de los enterrados sin identidad lo padecen los soldados de la Gran Guerra en la película ‘J’accuse’, de Abel Grance (1919). Zombis que denuncian la inhumanidad de la guerra y la condición de quienes son solo uno entre miles de cadáveres en un campo de batalla al que los vivos no prestan atención. La indiferencia despiadada hace que los muertos se conviertan en zombis, en fantasmas que, tarde o temprano, atormentarán nuestras conciencias acostumbradas al olvido.
Mediterráneo, julio de 2016. “En la bodega hemos encontrado una capa de material biológico de entre 80 y 90 centímetros de grosor repartida a lo largo de los 23 metros del barco. Eran personas”. Con esta crudeza habla de una de las más escalofriantes tragedias en el Mediterráneo el ingeniero jefe de los Bomberos encargados de recuperar los cuerpos de las mil personas que quedaron atrapadas en el interior del pesquero egipcio hundido en el Canal de Sicilia un año antes, el 18 de abril de 2015.
En busca de las identidades
Hallaron un amasijo de restos humanos, ropa y objetos personales. No quedaba nada más. Tratar de dar una identidad a los muertos antes de enterrarlos se convirtió en un “deber como civilización” para Cristina Cattaneo, profesora de Medicina Forense de la Universidad de Milán. Ella fue uno de los patólogos que escudriñaron ese “material biológico” indistinto para extraer las identidades de decenas de personas. Fueron tres meses de trabajo en la base de la OTAN en Sicilia.
Como resultado de su trabajo conocimos historias como la del niño que cosió sus buenas calificaciones escolares en su chaqueta. El pequeño sería de Mali o Mauritania. Otra de aquellas personas llevaba un bolsillo en el que portaba un poco de tierra de su país. En esos fragmentos de identidad sustraídos a lo indistinto está esa humanidad común en la que reconocerse hecha de aspiraciones, esperanzas y desapegos dolorosos.
Tú eres como yo y yo soy como tú. Y esta masacre de la que no queda rastro alguno es una barbarie que afecta a ambos. Los miles de muertes anónimas que la pandemia de COVID-19 ha ocasionado nos han obligado a experimentar de primera mano lo que significa terminar en un recuento diario de “registros de muertes”.
El vínculo que une a las mujeres y el cuidado de los muertos se evoca con tono sarcástico, pero con verdad indiscutible también en un pasaje del Ulises de James Joyce. “Una tarea suya”, piensa el protagonista Mr. Bloom, como corolario de los dolores de parto.
Yo misma siempre he visto, al menos aquí en el sur, la familiaridad de la mujer para afrontar la muerte, con el cuerpo hasta adoptando una pose de dignidad: ojos cerrados, suave expresión en el rostro y un buen vestido. Es quizá una forma de contrarrestar la transfiguración y, en un gesto extremo, custodiar el rasgo que la identifica, la hace reconocible. Una forma de pietas por los muertos y también por los vivos que los lloran.
Oración laica
La investigadora Giorgia Mirto recorre desde 2011 cementerios y registros civiles en busca de pistas sobre los miles de víctimas de naufragios enterradas en varios municipios del sur de Italia y de Cerdeña. Asegura que su iniciativa no responde “a un mero cálculo”. “Busco que sepamos lo que pasó, que algo de esa persona pueda sobrevivir a la muerte misma, al menos en la memoria de sus seres queridos”. Palabras que suenan aún más necesarias si pensamos en cómo las familias, exhaustas por la búsqueda de su ser querido, se conforman con cualquier solución.
Podríamos casi definir de “oración laica” el trabajo de Giorgia Mirto en el Campo 220 del cementerio de los Rotoli de Parlermo, donde se respira abandono en cada rincón. Recorre las tumbas recopilando en su cuaderno los pocos datos de las lápidas que son, en realidad, trozos de papel remendados con celofán donde están escritos dos o tres apuntes sobre la persona enterrada.
La misma carga espiritual requiere una obra como Salat del artista Emanuele Lo Cascio creada con motivo del proyecto Più a Sud de 2012. Una placa de brillante mármol negro que reproduce las olas del mar de Lampedusa cuyas dimensiones son las mismas que las de la alfombra para la oración musulmana: “La escultura pide al observador un momento de concentración, de reflexión en soledad, de oración respetuosa. En lo más profundo, el mar es siempre tranquilo, silencioso, depositario del misterio, de la vida y de la muerte. Este mar embravecido en la superficie que provoca los naufragios, pero es también promesa de esperanza, esconde esta profundidad invisible”.
Desde las profundidades invisibles de esta alfombra de mar y recogimiento, muchas víctimas de la catástrofe humanitaria que vive esta isla desde la segunda mitad de los noventa han visto que la imagen de Lampedusa no es solo la de las tumbas, sino la de la lucha contra la “deshumanización”. Hay 13 cadáveres que datan de 1996 o 1997 que fueron enterrados por el guardián del cementerio que procuró cruces sobre cada una de las tumbas.
A los que se opusieron a esa decisión, respondió con la inteligente humanidad de los humildes: “Para mí, poner las cruces era como decir que todos somos iguales”. Paola La Rosa (voluntaria de la Biblioteca Ibby y miembro del Forum Lampedusa Solidale) es quien me cuenta esta historia. Cuando decidió ir a vivir a la isla constató que “el sistema de acogida está basado en la deshumanización y despersonalización de los individuos que se torna más descarnada cuando se aplica a los muertos”.
De entre los indefensos entre los más indefensos están estos muertos sin nombre. Con el Forum Lampedusa Solidale acoge a los rescatados en el muelle de Favaloro con un poco de té caliente y envuelve a los supervivientes en mantas térmicas. Se opuso frontalmente al modelo de lápidas propuesto por el alcalde Bernardino De Rubeis en 2011. En aquel año, al menos 50.000 personas arribaron a Lampedusa. Fue un annus horribilis con naufragios y costes humanos muy elevados. Algunas de estas lápidas, ahora en desuso, pueden verse en algunos rincones del cementerio. Rezan cosas como: “Inmigrante no identificado, de sexo masculino y etnia africana. Color negro”.
Al Forum y al trabajo de Paola La Rosa se deben nombres como Ezechiel, Yassin, Ester Ada, Welela, las fechas y las circunstancias de los naufragios o hallazgos, fragmentos de sus historias y también detalles como los “cuatro días interminables” en el que el mercante turco Pinar, con el cuerpo sin vida de Ester Ada, fue abandonado en el mar antes de autorizar su desembarco. Porque ya entonces en 2009, 4 días de detención en alta mar provocaron un escándalo.
Por eso el cementerio es un paso fundamental para todo aquel que quiera comprender el drama de la migración. En 2018, el escritor y artista Armin Grader viajó a Lampedusa con un proyecto de voluntariado e hizo “su peregrinaje” con Paola La Rosa. Sintió la necesidad de “humanizar” esas tumbas y sus historias y por ello decoró las lápidas con dibujos marinos como peces, islas, gaviotas, conchas o estrellas de mar. Un regalo de belleza.
La manta de Yusuf
Noticias como el funeral de Yusuf Ali Kanneh resultan desgarradoras. Era el bebé de 6 meses que salió de Guinea con su madre y que murió en el naufragio del 11 de noviembre de 2020 frente a las costas de Libia. Plantean un desafío complicado: ¿cómo hacer que el recuerdo se convierta, de alguna manera, en un recuerdo compartido?
La respuesta llegó en forma de manto. Una mujer de Lampedusa, durante el funeral del bebé, envolvió instintivamente con un manto de ganchillo a la jovencísima madre de Yusuf. Es un mundo hecho de ganchillo, de gratuidad y de belleza, que nunca ha ascendido a la dignidad de arte precisamente por estar ligado a la esfera doméstica femenina, pero es uno de los pocos gestos de las mujeres dentro de los muros de la casa que no son efímeros. Porque son gestos que hacen comunidad.
De ahí la idea de crear un Depósito de la Memoria a través de historias y de piezas de ganchillo para llamar la atención de una comunidad internacional que dice proteger los valores de la persona. El proyecto fue lanzado en las redes sociales y gracias a ello se recibieron miles de piezas de ganchillo junto con historias llegadas desde Italia, Alemania, Francia o Perú.
Y nació “La manta de Yusuf”, muchas piezas de ganchillo cosidas para evocar esta comunidad ideal esparcida por el mundo que quiere dejar una huella en la memoria, tejer una historia diferente basada en el cuidado, un gesto históricamente femenino e inclusivo. A la iniciativa también se han unido muchos hombres. “Nuestra idea era que hubiera un tejido físico y uno inmaterial compuesto por historias personales que, a través de la urdimbre de la trama, crean una historia única”, explica Paola La Rosa.
Suerte de resurrección
El primer lugar donde se llevarán las 11 mantas ya cosidas será la tumba del pequeño Yusuf. Los lugares de la memoria sirven para recordarnos en quiénes nos hemos convertido, no solo quiénes hemos sido, explica el historiador Pierre Nora.
Así, Lampedusa, el Mediterráneo, la ruta de los Balcanes, todos los lugares donde se está produciendo esta catástrofe humanitaria desde hace décadas, ponen a prueba nuestra civilización porque nos dicen exactamente en quiénes nos hemos convertido. Si cada vez que se cuenta una historia, –historias destinadas al olvido–, se restaura la dignidad y la vida a esas existencias, entonces este artículo mío tiene la humilde pretensión de ser, de alguna forma, una suerte de resurrección.
*Artículo original publicado en el número de abril de 2021 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva