Tribuna

La mujer en la Iglesia

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Pablo d'Ors, sacerdote y escritorPABLO D’ORS | Sacerdote y escritor

“Cuando las mujeres tengan los mismos derechos y deberes que los hombres en la iglesia, en el cielo habrá una fiesta…”.

En la Iglesia católica de hoy, dos mil años después de su fundación, sigue habiendo discriminación entre hombres y mujeres. Se trata de una discriminación que –y esto es una grave deshonra para quienes nos sentimos cristianos– hemos alimentado y mantenido nosotros mismos. Por esta razón, lo primero que hay que hacer a la hora de revisar el papel de la mujer en la Iglesia es pedir perdón.

Sobre el reconocimiento de nuestros fallos, de esta humildad básica y estructural, sí que es posible empezar a construir algo sólido y fiable. Claro que también somos los cristianos quienes en el mundo occidental primero han dado la voz y el voto a la mujer, llegando a haber en el Medioevo, por sólo poner un ejemplo, mujeres que ostentaban tanta autoridad como los obispos. Pero eso no viene aquí al caso, puesto que hoy, en el año 2014, las mujeres cristianas no gozan de un régimen de igualdad respecto a sus compañeros varones. Por encima de cualquier disquisición filosófica o teológica, esta es una desigualdad que, sencillamente, debe desaparecer. Es el momento oportuno. No debemos esperar más.

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No se trata sólo de la cuestión del sacerdocio de la mujer, aunque desde luego que también se trata de eso; se trata de la responsabilidad pastoral, jurídica, legislativa y académica. No hablo de cuotas de representación femenina, pero por lo que se refiere a la paridad de sexos, la iglesia católica –es preciso decirlo- obtiene un clamoroso suspenso. La razón de esta desigualdad no es sólo la atávica o ancestral confrontación entre hombres y mujeres, sino que el asunto que aquí está en juego es nada menos que el de la representación de Dios. No puede extrañar que si el cristiano varón tiene como modelo de imitación a Jesucristo y para la cristiana mujer, por contrapartida, ese modelo es la Virgen María, con estas elementales correspondencias, digo, no puede sorprender que se hayan desencadenado las situaciones y los comportamientos que ahora deploramos.

María no es un modelo de mujer, sino un modelo de persona cristiana, sea mujer o varón. Y Cristo –es obvio– es el modelo sublime para todos. Esto conviene remarcarlo, porque del hecho que Dios se haya encarnado en el varón Jesús de Nazaret y del hecho que éste escogiera a varones para las tareas apostólicas no puede concluirse de forma apodíctica que la voluntad divina sea que siempre sean los varones, y sólo ellos, quienes representen y prolonguen en el tiempo esa nota de la Iglesia que se conoce como apostolicidad. Antes bien, desde nuestro tiempo y sensibilidad parece una cuestión meramente cultural que, por tanto, puede y debe revisarse de inmediato. Porque de lo que se trata no es simplemente de conservar el patrimonio heredado, sino de mantenerlo vivo y actual. Ese es el punto.

Tengo una gran confianza en que la mujer va a dejar de estar discriminada en la Iglesia católica. El proceso de la igualdad podrá llevar más o menos tiempo, pero tengo la esperanza de que será poco y de que muchos de nosotros lo veremos y disfrutaremos. Para ello sólo hay que vencer la resistencia del pasado, lo que se llama el tradicionalismo. Cuando las mujeres tengan los mismos derechos y deberes que los hombres en la iglesia, en el cielo habrá una fiesta. Esa fiesta se celebrará porque ese logro significará que los varones –que han sido quienes hasta ahora han ostentado el poder- no lo han retenido ávidamente para sí, sino que lo han compartido. Y si eso han hecho los hombres, es que hemos entendido al fin -¡cuántos siglos nos ha costado!– que el poder –la autoridad, mejor– es independiente del sexo y únicamente se justifica como servicio.

Sueño con una iglesia masculina y femenina, no machista o feminista. Sueño con una iglesia de comunión y de representación: una fraternidad con distintos ministerios y carismas. Sueño y sé que soñándola es como la vamos a hacer realidad. No tengo ninguna duda. Prácticamente la estoy viendo. Porque esta no es una batalla contra nadie, sino una batalla a favor de todos. Y porque detrás de esta visión no hay ninguna ideología, sino simple y llanamente el maravilloso impulso del reino de Dios, siempre refrescante y renovador.

En el nº 2.914 de Vida Nueva.

 

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