Entre las confidencias que el gran conversador don Antonio Montero compartió conmigo, no podía faltar que me contara la fundación de PPC, donde nace Vida Nueva al servicio de la transmisión de la fe y del humanismo cristiano. Las motivaciones que los movió, la vocación que los unió y los nombres de sus compañeros en esa maravillosa aventura me son sobradamente conocidos, así como los primeros pasos, vacilantes e ilusionantes, de esta aventura editorial y pastoral.
De un modo especial, conocí de cerca las gestiones que tuvo que hacer en una etapa de transición, en la que don Antonio se quedó como administrador único de aquel precioso sueño que nació en ese grupo de grandes hombres, tras el Concilio Vaticano II. Fue tenaz y sabio, sin dejarse vencer por el desaliento, hasta dejar encauzado lo que había nacido como un servicio a la fe de los más sencillos. Aún recuerdo su descanso y alegría contenida al dejarlo todo asociado a la Editorial SM.
Soy testigo de la atención que prestaba a todo lo que se publicaba; eran para él como criaturas propias, que nacían al servicio de la formación cristiana y la evangelización. Entre lo que le llegaba de esa nueva casa, esperaba, con especial y semanal preferencia, la que era la niña de sus ojos.
Y es que en su particular modo de recibir la correspondencia, se solía parar cuidadosamente, artículo a artículo, con Vida Nueva. La leía con mimo paterno y tengo la impresión de que un hombre tan inteligente y brillante en el decir, por escrito o de palabra, perdía a veces ante ella el sentido crítico, como le suele suceder a todo creador. Todo lo veía bueno de su criatura.
(…)