La homilía del papa Francisco del pasado 27 de marzo constituye un obligado examen de conciencia que debemos retomar a fondo, ahora que ha empezado el debate sobre la llamada “nueva normalidad”. No podemos imaginar el futuro sin sacar lecciones del pasado. No podemos hablar de “reconstrucción” sin reconocer lo que se había construido mal antes de que la pandemia se llevara tantas cosas que parecían intocables, dentro y fuera de nosotros mismos.
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Si tenemos que rehacer la ciudad como espacio de convivencia y humanidad, no podemos usar las mismas piezas ni seguir los trazados colectivos fallidos o precarios que la pandemia y el confinamiento consiguiente han puesto al descubierto de manera patente. Debemos reconocer, con el Papa, que el coronavirus se ha desatado en un mundo que ya estaba enfermo de otros virus temibles como, por ejemplo, un individualismo galopante o el descarte de los pobres y los extranjeros.
El 27 de marzo, el Papa metió el dedo en la llaga: “Señor, tu Palabra nos interpela… Nos hemos dejado absorber por las cosas materiales y trastornar por la prisa… No nos hemos despertado ante guerras e injusticias del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta, gravemente enfermo. Hemos continuado como si no pasara nada, pensando que estaríamos siempre sanos en un mundo enfermo”.
El punto de partida de la “nueva normalidad” no puede ser un simple regreso a la “normalidad” que ya conocíamos, en el mundo de antes. Hace falta que hagamos nuestras las palabras comunicadas a Juan, el profeta de la isla de Patmos: “Mira, hago nuevas todas las cosas” (Ap 21, 5). En Isaías 43, 19 se precisa esta novedad: “Abriré un camino en el desierto, corrientes en el yermo”. Lo que antes era árido, se vuelve fértil; lo que antes era un páramo, ahora lo surcan las aguas; lo que antes era intransitable, se convierte en camino.
Hablar de novedad es imaginar que las condiciones de vida de los habitantes del planeta tienen que ser otras, que el mundo en el que vivimos es un regalo del Altísimo y un espacio del que somos administradores –y no unos déspotas–, que el cuidado de las personas y de la Creación no puede estar supeditado tan solo al factor ganancia (“es bueno lo que produce un beneficio”), que la protección de los pobres y de los vulnerables (ancianos, enfermos crónicos, personas sin techo y sin recursos) es tarea de todos, que las libertades de pensamiento y de expresión deben ser garantizadas porque derivan de la dignidad de la persona, que la guerra es un crimen contra la humanidad, que la paz y la convivencia son la única posibilidad para vivir en un mundo global.
Otro mundo global
El mundo global no se ha terminado, pero debe ser otro. Apenas acaba de empezar, pero tiene sus amenazas, y ahora hemos topado con la que menos esperábamos. Los problemas pasan por nuestra fragilidad y por nuestras limitaciones. El portador del virus es el ser humano, puede ser cada uno de nosotros. Y, como pasó con la peste negra, el coronavirus ha afectado mayoritariamente a áreas del planeta densamente pobladas. El COVID-19 ha infectado grandes ciudades y a sus áreas de influencia, áreas metropolitanas con un fuerte movimiento económico, que son pulmones comerciales y que soportan un tráfico constante de personas, tanto quienes viven en ellas como quienes las visitan, por razones comerciales y/o turísticas.
Recordemos que, en el siglo XIV, la peste negra se transmitió también a través de las ciudades que tenían un puerto comercial activo, como, por ejemplo, Barcelona. Hasta aquí llegaron naves transportando ratas con pulgas transmisoras de la peste, que saltaban a las personas y las infectaban. Recordemos que la peste negra mató a veinte millones de personas en Europa, un tercio de su población.
Esta reflexión de tipo histórico quiere remarcar que las pandemias van ligadas a las ciudades, a la densidad de población y a la actividad comercial y humana. Por otro lado, las pandemias se conectan con acontecimientos históricos importantes y, a menudo, indican cambios de época. Son momentos de crisis de los que surge un nuevo peldaño de la historia humana, como sucedió a mediados del siglo XIV en Europa. Por lo tanto, la pregunta que nos tenemos que plantear es doble: nuestra capacidad de asimilar una quiebra global –no tan solo europea–, provocada por la pandemia del coronavirus y por la consiguiente crisis económica, y, en segundo lugar, nuestra voluntad de construir un proyecto humano diferente del que ha sido predominante hasta ahora. Como se desprende del pasaje citado del libro del Apocalipsis, una crisis supone el fin de una realidad existente y la aparición progresiva de un mundo nuevo. (…)