La JMJ de Panamá ha terminado con un éxito arrollador. Atrás quedó el 12 de enero cuando llegamos a Costa Rica 52 jóvenes y sacerdotes de toda España. Pretendíamos en estas prejornadas costarricenses conocernos, convivir y prepararnos para la peregrinación. Comenzamos con un día de retiro en la iglesia colonial de San José de Orosi. En Cartago y San José comenzamos a vislumbrar la fuerza de un pueblo que vive y vibra en la celebración litúrgica y que luego vivimos con mayor intensidad en Panamá. Fue en la comunidad pesquera de Tárcoles donde nos sumergimos en la cruda realidad de un pequeño pueblo que vive de lo pescado cada día.
Los días de la diócesis, ya en Panamá, los vivimos en dos pequeñas comunidades rurales en la diócesis de David: Alanje y Pujaba. Los pobres lo dan todo. Nos recibieron con banda de música y fuegos artificiales. Nosotros no nos merecíamos tanto. Vivir en sus casas, compartir su vida, sus sufrimientos e ilusiones, su cultura, sus alimentos, fue la mejor catequesis que pudimos recibir. Aquí se habla y se vive la comunidad, se presentan como hermanos, y en las parroquias y capillas se trabaja como en un hormiguero. Cuánta enseñanza para nuestras comunidades rurales. Hablando con algunos jóvenes de estos lugares me di cuenta de la certeza de san Juan XXIII: el rosario es la oración de los pobres.
Preocupación ecológica
Vivimos con ellos la preocupación por la ecología. ‘Laudato si’’ estaba en sus labios y en las acciones de la comunidad. Sentíamos que vivíamos en las primeras comunidades cristianas. Esto si que es fe, comentábamos entre unos y otros. Y las celebraciones, ¡con qué exuberante expresión de canciones y bailes! Un joven comentaba: les trajimos la fe y se han quedado con la alegría.
Natá de los Caballeros, de camino a la Ciudad de Panamá, nos acogió en la iglesia de Santiago que va a hacer 500 años dentro de tres. Allí donde acudíamos, toda la comunidad nos esperaba con gran alegría y nos agasajaban con alimentos, pulseras y recuerdos del lugar. Tanta fraternidad nos hizo descubrir la alegría de ser comunidad, de ser Iglesia, la Iglesia de los pobres, de los que poseen muy poco y lo dan todo. Una anciana en la capilla de San Francisco de Asís me regaló una docena de huevos de pato para que desayunara unos cuantos días. Era lo único que tenía. Como la viuda de las ofrendas del Templo.
Y es que la alegría del evangelio se palpaba allí por dónde íbamos. Antes que llegara el Papa estuvimos tres días en la Ciudad de Panamá. San Francisco de la Caleta fue la parroquia de acogida del grupo español. Se sumaron a nosotros los que vinieron tan solo una semana. Éramos 120, aunque el grupo de españoles, contando los que vinieron con sus grupos o asociaciones, llegamos a ser más de 800. Fueron los días de las dos catequesis. Es impresionante, no solo hablar durante 20 minutos a un grupo de 250 jóvenes de al menos cinco países, sino el tiempo de preguntas que se llegó a alargar durante hora y media. Preguntas desgarradas y sin dulcificaciones.
Es ya de noche. Escribo en mi móvil. El Papa hace una hora que marchó. En el pequeño teclado se quedan muchos nombres de personas y lugares. Al Papa, los días que nos visitó lo puedes escuchar o leer, pero la experiencia de las comunidades hay que venir a experimentarlo. Y volverás como los de Emaús, de otra manera. Esperanzado.