El grano de trigo que muere da mucho fruto (Jn. 12. 24)
Esta Semana Santa todo el mundo quedó impactado por el voraz incendio que amenazó con destruir la catedral de Notre Dame de París. En pocas horas ya se hablaba de reconstrucción y el hombre, en su soberbia, solo preveía una gran cantidad de euros para esta empresa. Veremos si es posible reconstruir una Catedral sin fe. Quizás no sea tan sencillo.
Un templo es un universo simbólico que significa el lugar del encuentro entre un Dios que por amor al hombre se abaja y del hombre que por amor a Dios se “estira” para alcanzarlo. Gradas, columnas, ojivas, vitrales, torres y cúpulas son parte de esa historia de amor escrita con piedras y colores.
Un poco de historia
La encrucijada me trae a la memoria la parábola pascual de la reconstrucción de la catedral del Cristo Salvador del Patriarcado de Moscú. El 23 de junio de 1812 Napoleón invadió Rusia y en septiembre ingresa en Moscú que ha sido incendiada por los mismos rusos para hacer difícil a los invasores el aprovisionamiento. Con la llegada del otoño ruso comienzan las pérdidas. Mueren franceses, polacos, italianos y alemanes. También perdieron caballos y piezas de artillería. Antes de la llegada del invierno, el 14 de diciembre de 1812, los franceses fueron definitivamente expulsados del territorio ruso al cruzar el río Niemen.
En el manifiesto imperial publicado el 25 de diciembre de 1812 el Zar Alejandro I decretaba que se construyera en Moscú un templo en el nombre de Cristo Salvador para expresar nuestra gratitud a la providencia divina por salvar a Rusia del desastre que se cernía sobre ella.
El proyecto inicial lo diseñó el arquitecto ruso (de origen sueco) Karl Magnus Vitberg (1787 — 1855) que al hacerse ortodoxo tomó el nombre de Aleksandr Lavrentyevich Vitberg. Para el proyecto se elige la Colina del Gorrión en las afueras de Moscú. La catedral se comienza a construir en 1817 y en 1825 se paralizan las obras por las malas condiciones del suelo, con numerosos ríos subterráneos.
El 1° de diciembre de 1825 muere Alejandro I y le sucede Nicolás, su hermano menor. Al Zar Nicolás I, profundamente patriótico y ferviente ortodoxo, le desagrada el neoclasicismo y la simbología masónica del proyecto de Vitberg y le pide un nuevo diseño a Konstatin Ton (1794-1884), arquitecto ruso de origen alemán, que presenta un diseño neo-bizantino, a partir de la catedral de la Asunción de Vladimir, alma de la religiosidad del pueblo ruso. El diseño de Ton fue aprobado en 1832 y en 1837 el Zar señaló un nuevo emplazamiento, más cerca del Kremlin, en donde se alzaba un pequeño convento. La primera piedra fue colocada en 1839.
Tras muchos años de construcción, el templo fue consagrado el 26 de mayo de 1883, día de la coronación del zar Alejandro III. Por eso, delante de la nueva Catedral se erigió la estatua del Zar Alejandro III. Su hijo, el Zar Nicolás II, abdica al trono el 2 de marzo de 1917 y toda la familia real es asesinada en Ekaterimburgo del 16 de julio de 1918. Comenzada la Revolución Rusa, lo primero que se destruye es la estatua de Alejandro III. Finalmente, el templo fue dinamitado el 5 de diciembre de 1931 en 1931 por orden de Stalin.
Alexander Pasternak, hermano de Boris, presenció la voladura del templo desde la azotea de su casa: Nuestra casa se estremeció con fuerza, sobre el templo se levantó una enorme nube de polvo, humo y finos cascotes que lo cubrieron todo. Lentamente, en grandes volutas, la nube subió abriéndose como un enorme paraguas que se extendiera sobre la plaza. Poco a poco, por debajo de la nube, comenzó a aparecer un espacio vacío: el templo ya no estaba allí.
En el lugar donde estaba situado el templo, debido a su soberbia ubicación, se propuso construir un grandioso Palacio de los Sóviets. Esta sería la mayor construcción del mundo. De acuerdo con el plano inicial, la altura sería de 400 metros, la anchura de 250 y la longitud de más de 500. En su cima tendría una estatua de Lenin de 100 metros de altura y un peso de 6.000 toneladas. El dedo índice de la estatua sería de 6 metros de longitud y los hombros medirían 32 metros.
Para suministrar la enorme cantidad de materiales y componentes necesarios para una construcción a esta escala, se instalaron varias fábricas en Rusia y, desde 1939 hasta 1941 se instalaron los cimientos de la parte principal del Palacio de los Soviets. El proyecto del Palacio de los Sóviets nunca llegó a materalizarse por problemas económicos, por las inundaciones causadas por el río Moskva y por el estallido de la Segunda Guerra Mundial.
En los años sesenta durante el gobierno de Nikita Jruschov se construyó en ese mismo sitio una gran piscina pública denominada ‘Moskvá’. En 1988 se creó una organización pública para activar la reconstrucción del templo según los planos originales. Los organizadores de este proyecto eran miembros prominentes de la Iglesia Ortodoxa Rusa, científicos, escritores, artistas y prestigiosos creyentes.
Finalmente, la reconstrucción
Esta iniciativa del pueblo creyente contó con el apoyo del primer presidente de Rusia, Borís Yeltsin, y del alcalde de Moscú, Yuri Luzhkov. Asi, a partir de una resolución del Gobierno de la Ciudad de Moscú, comenzó la reconstrucción del templo en 1994.
La obra no fue excesivamente costosa, ni tampoco llevo mucho tiempo. El templo, cuya altura es de 105 metros y su longitud y anchura de 91 metros, fue inaugurado el 31 de diciembre de 1999. Reconstruir una Catedral no es cosa de dinero, sino de fe. Es esa fe la que hace de ese espacio: comunión de Dios y el hombre, de los hombres entre sí, y del hombre consigo mismo.
Por eso, en la Catedral de Moscú el 14 de agosto de 2000 tuvo lugar en esta catedral la canonización del zar Nicolás II y su familia y el 25 de abril de 2007, se celebró el funeral de Borís Yeltsin, siendo este el primer funeral de Estado con participación de la Iglesia Ortodoxa Rusa desde las exequias del zar Alejandro III en 1894. A un siglo de enfrentamientos, el nuevo edificio se ha convertido en espacio de encuentro, reconciliación y vida nueva de la Pascua. Jesús sigue diciendo la última palabra.
La paz dijo la última palabra
En el Evangelio encontramos una pormenorizada descripción de la pasión y muerte del Señor. Así es el mal de aparentemente certero. La resurrección, en cambio, se anuncia con un relato conciso: el sepulcro está vacío. Los cuatro evangelistas no describen la escena. Nadie veló dentro del sepulcro para poder contarlo. No sabemos cómo el cuerpo de Jesús recuperó el abrazo de su alma. Pero esas pocas palabras desvanecen las muchas anteriores. El sepulcro vacío hace que toda la pasión y muerte del Señor tengan la consistencia de un mal recuerdo.
Pronto nadie recordará los delirios edilicios de Stalin, ni la estatua de Lenin con su dedo erguido de seis metros, ni la enorme pileta climatizada de Nikita Jruschov. La catedral de Cristo Salvador dos veces construida será un eco de esa última palabra. La última palabra no es una más, es la definitiva. Es la que permite leer todas las anteriores teniéndola como única clave hermenéutica. La última palabra es la que vence. La crueldad y la traición, el dolor y la muerte, el egoísmo y la mentira parecían enseñorearse sobre Jesús el viernes, pero ese domingo sólo la Verdad y la Vida mostraban su victoria inapelable.
Verlo en Cristo, verlo realizado también en su hermosa catedral rusa, es la llave para poder esperarlo también en nosotros. Somos peregrinos y en esta historia todavía estamos caminando. Las olas que enfrenta nuestra barca tantas veces parecen ser obstáculos infranqueables y su bramido se muestra inapelable. Pero ya lo sabemos, el domingo muy de madrugada el sepulcro fue encontrado vacío… la paz dijo la última palabra.
¿Será Cristo y nuestra fe en él la base de la reconstrucción de Notre Dame? ¿Recordaremos los hombres de occidente que si el Señor no construye la casa, en vano se agitan los albañiles (Salmo 126, 1)? ¿O construiremos una nueva torre de Babel para demostrarnos que el fuego no puede arrebatarnos lo que nos place?